martes, 7 de agosto de 2018

Sobre triunfos, resignaciones y futbolismos extraviados


La escisión social congénita que padecemos es un problema realmente serio (cada tanto). Si bien el antagonismo es condición casi ¿fundamental? para el ejercicio de la política, y con ella el de la democracia; el paisaje de la opinión pública es un vasto desierto de mezquindad teórica.La indignación selectiva, tan ponzoñosa, surca todos los estratos de la cotidianeidad soslayando la profundidad de los temas que nos atañen de manera tan virulenta. Ese paisaje de ideas, además, está intervenido por la constante metralla mediática, un conjunto de empresas de comercialización y entrega de la información diaria acorde a su propia agenda dictada, a su vez, por sus propios intereses económicos; y que buena parte de la sociedad asocia como el discurso real, único y verdadero. El periodismo como tal se nutre de la sustentabilidad que la confianza del público le da, pero el periodismo sufre también una crisis de escisión de la cual no se en qué punto es responsable. Hemos perdido la idea de equilibrio (que alguna vez creímos tener) y el poder se bate a duelo a través de todas las armas de las que dispone como tal: la prensa, las acciones judiciales, la "asociación ilícita" con las grandes empresas devotas del libre mercado y la dolarización del alma. 

La polarización sin los cuestionamientos hacia la raíz abisal produce ceguera crónica. Y el consecuente yugo del pensamiento. Y al parecer, estamos condenados tanto a la ceguera como al yugo; porque la cuestión es pasional como hereditaria y juegan un papel crucial a la hora de plantear una opinión frente a otra que es, obviamente, la contraria; el asunto (el problema) es ante todo, humano, prehistórico. Entonces pensar, y distinto, significa un error. El narcisismo intelectual en todos sus estadios es una introspección interminable, como una espiral de autoflagelo ideológico, una viaje al vacío de un todo radical, un verticalismo peligroso. Carecemos de libertad de opinión porque carecemos de profundización informativa, asumimos por otros las verdades que se nos dan como limosnas y como oro y así también las mentiras; es una tarea rigurosa y ostentosamente difícil poder dilucidar donde está el límite entre lo que se dice, lo que se quiere que se diga y lo que en honor a la objetividad y la transparencia ha sucedido, para poder decir luego, para formar una opinión al respecto. Porque el ciudadano común, el asalariado en su carácter de siempre dependiente, está innmerso en una ignorancia (y a veces lo ignora, o no le interesa) que es tal porque cree que no tiene ningún efecto en su cotidianeidad, que de hecho puede ser (y lo es) tan cierto, hasta que, claro, una situación inestable y ajena se vuelve palpable en el bolsillo y nos preguntamos que carajo está pasando. Y ¿qué carajo está pasando?. La respuesta suele aunar los sentimientos de bronca primero y hartazgo luego, para lograr un repudio generalizado, una homogeneización de la antipatía hacia las figuras políticas en sí, que a su vez sufren un mismo proceso de homogeneización al caer todos en la misma bolsa. Este proceso de homogeneizaciones es parte de un ciclo psicosomático que vuelve a reiniciarse con cada acto electoral, donde además de el ya citado narcisimo intelectual se asocia imprudentemente con la exaltación de la fe, esa fe que nos libera, nos redime y nos vuelve a reciclar para lo que sigue y la rueda del poder vuelve a girar, tal vez en sentido contrario, siempre dependiendo del lugar que se haya elegido.

¿Es la democracia en el sentido político-estructural un negocio cuyos réditos son implacables para quienes lo ostenten con la legitimidad de los votos?. Si estamos resignados a la administración fraudalenta y sistemática de la distribución de todos los ingresos de una nación y eso sólo representa un daño en tanto y en cuanto esos administradores fraudalentos sean los depositarios de nuestra simpatía y admiración, el antagonismo es no sólo el mayor triunfo de la estupidez, sino el de el poder.


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