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lunes, 7 de enero de 2019

A Solas en el 2000 - Parte II

Encontré una vieja carpeta con recortes y escritos guardados desde el año 2000. Tenía yo unos 25 años y al parecer, me sentía muy solo; si bien tenía un grupo de amigos muy grande y nos divertíamos mucho. Recuerdo que me gustaba sentarme a escribir de noche, vivía solo y disfrutaba generar un ambiente "propicio" para escritura: la luz necesaria, mucho tango, mucha cerveza (o whisky a veces), un cliché adolescente. Transcribo aquí los textos (en esta primera parte) como quien guarda algo de guita en el colchón.

Sed. Algo tiene que empezar con sed. Me levanto (y no es que estoy caído, aunque he sabido estarlo) y me voy sin saludar, me adentro al silencio de cuando camino, y voy con sed. La que ahora me mueve. ves cruzar las calles todos esos rostros que tienen las mil vidas y más, ves el infinito espiritual, ves cómo te mojás las zapatillas y la puta que los parió. Ahora que me he quedado solo confronto con lo que me imaginaba, aquel futurito que me pensaba ocurrir. ¿Qué? Esa soberbia pendeja, esa pizca de tipo que está podrido por dentro no te va abandonar jamás. Te hablaba entonces y te seducía tan hermosamente sensual. Te iban a venir a buscar e ibas a tener el placer (ahora es cuando debería escribir "quizás") quizás, de saborear el gusto de una victoria (¿de qué?), de poder decir: no, no me jodan, déjenme en paz, che.
Nada ha sido —suerte quizás (otra vez) de por medio—  como con tanta mala leche pensábamos. Hay paz un poco, sí. ¿Quién te vino a buscar, campeón de la soledad? Han hecho bien, margaritas, en no buscarme. Che, la sed, todo había empezado con sed. Ya está, un vaso, por favor, gracias. Toda la macana que hace el trago dentro mío es indescifrable, aún para mí. Algo de whisky y otro vaso, pero con agua, por favor, gracias. ¿Cuánta sinceridad se nos desangra en esas horas de tremenda fragilidad, presos de nosotros mismos? ¿Cuándo somos un o el verdadero yo? Lindo para chamuyar un rato esto. Hasta hace un buen tiempo me había acostumbrado a regresar a mi casa, la de mis viejos, vencido, con un vacío en el pecho que me daban esos instantes que duran una fuckin eternidad antes de pegar un ojo y que son películas que se pasan por aquí, donde hoy no hay nada más que.
No se, me perdí un poco. Como en esos instantes. Saliste a la noche tantas veces y siempre buscando consumar esa promesa de felicidad que ¿quién nunca te hizo, eh? Por eso volvías vacío. Te la estabas dando solito, nomás. Sos un poco pelotudo, no me lo vas a negar. Y sí, soy. Me dió más sed. Mientras más bebo más me da, che. Al final de todo alcohol siempre hay alguien que no conozco, siempre uno ditinto, todos siendo yo. Es una guerra sin cuartel, piñas para todos, y para todos lados. Más, ahora peleo con una dignidad que me es propia, como cuando uno se peleaba con los hermanos, viste; medio jugando y de tanto en tanto le acomodabas alguna porque te acordabas de una que te hizo la otra vez. Todavía ronda algún que otro fantasma y demás sombra, pero ya no tienen carne y hueso como antes. Ahora el miedo es el mejor enemigo, y la forma de hacerlo es haciéndote amigo de él. ¿Hacerlo dije? No, vencerlo era. He tenido vueltas a casa y he podido dormirme sin películas en mi cabeza (¿cómo?), pues con la certeza de haber disfrutado el momento, me daba a mí mismo esa infima alegría de poder sentir que se vive hoy. Si bien es una tarea sumamente difícil, voy hacia lograr que el pasado todo, bueno y malo, no signifique mi presente; y el futuro, bueno, ya lo hemos dicho pero vale la pena repetirlo: el futuro es aquí, tanto no te preocupes. 
Bueno, que he bebido lo suficiente, mirame, me prendí un cigarrillo y ahora me ves la espalda alejándome, despacio, echando buen humo, ¿me ves? Bueno, ahora no, y te acostumbrarás. Sed. Ya no tengo más sed. Por ahora.


Es muy probable que al salir a andar la ciudad siempre encuentre a alguien que me devuelva al mundo, cosa que no es para nada gratificante por estos raros tiempos. Abrazado por una burbuja endeble y para nada cristalina para los ojos lerdos se está casi siempre a merced de los aguijonazos de las almas que vagabundas con o sin fin andan rondando desinteresadas escenas de una fantasma realidad. La explosión que producen unas cuantas palabras o el intercambio azaroso de miradas puede que haga a la burbuja irrecuperable. A sabiendas de que toda coraza pasajera es en total definitivamente eso —pasajera— no se puede soñar la eternidad a oscuras, la sutil esperanza de luz es el motor de estos pasos en la ciudad. Estar preparado para lo que insinuamos como imposible y delicada y cuidadosamente no perder la capacidad de asombro, no perder la ternura ni la bronca. No hay que aguar la sangre, no. Por unas cuantas horas no saliste del espamo, e incluso en medio de la turbiedad otro aguijón te dió a tiro. ¡Cuán frágil eres! El tiempo, éste con quien jugamos esta decisiva partida ha aprendido a jugar con sí mismo, y nos da cartas que podemos estudiar y hacer buenas o malas. Demasiada costumbre adquirió a que todas fueran malas, pero hoy estamos pardos. Intentando armar un rompecabezas olvidado con piezas cazadas al vuelo sólo vamos a ganar una mala locura. Abriste el libro y las hojas como de otoño te trajeron ese perfume que otrora fuera tan amenazador a tu cariño de ave rapazs, enfermo de carroña. Me mantuve apacible ante los vientos que me cruzaron como flechas de fuego y vi cómo tanta facilidad me dejaba ser a jinete; otra vez partido ante la posibilidad de un tiro de gracias. Pude verme. Sí. Fue enriquecedor. No sucumbí a mi lado oscuro, ciego de amor, razón de tanto y todo hoy en día. Gracias. Aunque aún no estoy completo, el arte del espíritu es difícil, pero nunca imposible para mi pulso guerrero. recordar que ya diste todo por perdido.

A Solas en el 2000 - Parte I

Encontré una vieja carpeta con recortes y escritos guardados desde el año 2000. Tenía yo unos 25 años y al parecer, me sentía muy solo; si bien tenía un grupo de amigos muy grande y nos divertíamos mucho. Recuerdo que me gustaba sentarme a escribir de noche, vivía solo y disfrutaba generar un ambiente "propicio" para escritura: la luz necesaria, mucho tango, mucha cerveza (o whisky a veces), un cliché adolescente. Transcribo aquí los textos (en esta primera parte) como quien guarda algo de guita en el colchón.

Te escribo a vos pero en realidad es a mí a quien escribo, aún cuando ni siquiera se a ciencia cierta quien demonios eres. Sentado aquí sosteniendo estas manos que tiemblan (pero no de miedo) y van dejando entornadas las palabras en este solitario papel; sin tampoco saber a quien podrían ser enviadas....., si existiera alguna parte donde nos hemos quedado. O tal vez sea miedo, sí. Y vas andando al galope una sucia mentira, algo que no sería nuevo para tí, lo sabes. Aceptar un temor propio es un buen paso para dar antes de la próxima caída. Porque es como sintieras (y esto es tan cierto) que desganadamente has sido condenado a un camino tortuoso, a los abismos, a los tropezones antes que nada y todo. Vendría una verborrágica puteada (que no siempre es en vano) pero la tinta no me deja, es ella tan enemiga de la voz a veces que por eso me enamora y me hace estar aquí, conmigo. Me cuesta horrores organizar mi memoria y buscar sensaciones similares tiempo atrás. Sucede que tantos años repartiendo el día y la noche en un espacio de tiempo muy parecido al crepúsculo (esto sólo se siente) se me ha olvidado cuando es que quedó atrás lo que ha quedado atrás. Y entonces eres un hombre con un atisbo de presente que es aquí, escribiéndote estas líneas, sin pasado vivo y con la incertidumbre egigante de si es en realidad que ha muerto. ¿Y el futuro? Ah, también es aquí, tanto no te preocupes.

Hacerle esta trampa al tiempo acechándome a mí mismo ebrio de silencio cuando hay gritos por doquier callados y masticados aún sin pronunciar asco es que estoy aquí fumando en plena paja literaria. ¿Qué clase de dolor se debe sentir —si es que allí en el fondo adolescemos— en el abismo que es tan preso de nuestra indescifrable profundidad? Acecharme es como el viaje que mantengo cerca de mí; allí dándome vueltas y bajando de cuando en cuando a dar los pasos firmes que apuesto y que son necesarios dar cuando el azar se aúna con la suerte. O con lo que gustamos llamar suerte y que no sabemos muy bien qué carajos es. A ojos del mundo (que a esta altura poco importan) puede verse la inercia y tanto barro en los pies que denotan un halo de confusión que lleva a las bocas a llenarse de palabras que son puro viento. Ellas no saben aquí nada. Vos estás aquí y nadie te ve, aún sabiendo que a esos nadie no les basta con los ojos y buscan escudriñando lo que no querés que encuentren. Este tesoro que es el cristal con lo que miras al mundo. Los amigos pueden ser ladrones a veces y nunca lo sabrán. Vos estás aquí, tan lejos del todo que todos adoran, y no importa, porque sientes que este acto de adiós es ennoblecedor (ay!, cómo te gusta esa palabra).

Nunca tuve pasta de campeón y es feo cuando resagás, pero uno aprende esa porfía de llegar, de terminar lo que empezaste, eso que comenzó hace ya mucho tiempo y que ahora nomás es cuando se tiene una pequeña noción de donde es que queda la meta. Estoy hablando del sueño que mejor he soñado. Voy hacia el, caracol que se ha aferrado a su camino real y no mira cuán honda es la huella o si es que existen fantasmas cayéndose en ella buscando (otra vez) respuestas que no laten en ninguna parte. ¿Es necesario complacer la mano que se tira sin medir la fuerza? No, yo estoy cansado. Crecí en la soledad amiga de los locos; que daña, claro, pero no destroza. Puedo ser tan flexible, puedo dejar tdo atrás, puedo despegarme del mundo, esa es la cualidad de los tipos locos, abandonarse a sí mismos y dejarse llevar por la voluntad. Muchos la llaman instinto. Y ahora vas tácito, y nunca sabrás cuando te quieren o te han querido. O si extrañan a ese fantasma que les legaste y que ya no los asusta más, dándoles una simple simple sonrisa. Capítulo dos, che, hay muchos libros que aburren y que uno los lee igual, para terminarlos, viste, porque si no.


Otra sensación que me envuelve a veces es la de la dispersión, la de sentirme completamente disperso. Es como un rompecabezas apenas recién empezado a desarmar, donde todavía se distingue la imagen final. Muevan su mano como saludando y vean como se ven los dedos, así. (?) Hay muchos pequeños detalles de la vida con los que uno toma real contacto cuando los abandona, cuando las simples y constantes rutinas dejan de de serlo. En la serenidad de un trago a solas es estar fuera del círculo que gira y marea ahora. Cual si estuvieses en una mala película y nadie te mira, pero donde la televisión sigue encendida allí, como si nada. Entonces lo que uno comprende que ha ganado es espacio, sin sentirse vacío, y se toma un pequeño sorbo, observando todos los rostros a su alrededor y cada tanto va al baño. Y aunque se interne en nuevas rutinas, el brillo —la sensación de brillo— es innegable y reconforta al espíritu. No perteneces a ninguna tribu, no tiene un sólo lugar. No te atas al mundo sólo porque el mundo está allí, lo andas, lo revuelves, te lo comes y después lo cagas; toda la mierda se recicla, todo sirve para algo. Esto es bueno, che, realmente bueno. Escribo con una imagen en mi cabeza, sobre la mesa un whisky y un vaso a medio llenar. Los cigarrillos cerca y una caja de fósforos y unas cuarenta personas a mi alrededor, entonces: yo soy nadie. Comprendes que el mundo es un panza grandota que tiene muchos ombligos y te sientes bien siendo nadie. La realidad está dentro de mí, lo de afuera es lo que nos hacemos. Las personas, de repente, puede que no estén más. ¿Y?. No somos mucho, es verdad, pero a la vez, somos infinitos en la realidad. El que ha dado todo por perdido, por el antojo de querer sanar todas sus viejas heridas está obstinadamente dispuesto a sufrir lo que tenga que sufrir, porque sabe que nada es eterno.

Me gusta soñar. Sueño mucho. Pero entiendo que en el camino hacia la fantasía final puede suceder cualquier cosa. La muerte misma, nomás. Todavía restan muchas tristezas, che, hay que admitirlo, y también la risa, claro. No me gusta nada cuando insinúan vivir mi vida por un instante, cuando juzgan mis actos y esbozan como un deber que debo comprender y que sólo tiene que ver con ellos mismos. También me gusta poder equivocarme, claro; pero respecto de un sueño o de una mirada pequeña al porvenir, el asunto es sólo mío. Nadie puede decirme lo que debería hacer conmigo mismo. Basta. Ni siquiera yo mismo se lo que ha de suceder o sucederme, basta.

martes, 14 de agosto de 2018

Descubriendo el Pasado

Hacía unos días que se me venía cruzando la idea de buscar unos viejos portafolios que guarda mi Vieja arriba de un viejo placard. Ella ya no lo recuerda, tiene lo que han llamado un "principio de Alzheimer", que por suerte, nunca acaba de empezar. Y yo que cada tanto me agarran las ganas de digitalizar todos esos álbumes que guardan esos portafolios; pues este fin de semana me rescaté y los fui a buscar. Después del almuerzo me dispuse a revisarlos, estaba en compañía de mi esposa. Y como siempre sucede cuando comienzas a revisar viejas fotos, no haces nada más que ver una tras otra y conversar cálidamente sobre los recuerdos que despiertan. Apenas si digitalicé 3 o 4 que compartí inmediatamente en el grupo familiar de whatsapp y nada más. Estuvimos más de una hora revisando todo el material. Hasta que llegamos a unas viejas carpetas que tenían algunos documentos que yo jamás había revisado. Para mí sorpresa, eran documentos muy viejos que mi Viejo había guardado con mucho cuidado.

El asunto es que recordábamos con mi esposa una tarea que le habían encomendado a nuestro pequeño hijo hace un par de meses que consistía en averiguar acerca del pasado de la familia. Resultó que preguntando, un sobrino mío tenía guardada (y escaneada) la libreta de enrolamiento de mi bisabuelo, cosa que yo desconocía totalmente. Así, pude saber que mi bisabuelo nació en Chile en el año 1872, una fecha que uno está acostumbrado a relacionar solamente con hechos históricos contados en la primaria, fuera de ello, esos años no existen. Que el 10 de enero de 1933, día en que suscribe en su libreta de enrolamiento, portaba un dólar, era viudo, petiso y tenía 10 hij@s. Entre ell@s estaba mi abuela Elisa, la mamá de mi Viejo.

Yo no conocí a mi abuela, pero de tanto que me contó mi Viejo y de algunas fotos que me fueron mostrando en mi infancia, tengo recuerdos vívidos en mi mente, como si realmente la hubiera conocido. No recuerdo su voz, ni su rostro; pero la recuerdo en vida como si la hubiera conocido. Lo mismo me sucede con la zona donde creció mi Viejo, Paso Chacabuco. Lugar que fija como domicilio mi bisabuelo en su libreta de enrolamiento:


Recuerdo un casa blanca cerca del río. Una gran quinta cerca de la casa. Una alameda gigantesca que apenas dejaba pasar la luz del sol. Un arroyito que cruzaba el terreno hasta dar con el río. En la orilla del río, un bote que usaba mi Viejo para cruzar el río. Un cable de acero trenzado colgante que cruzaba también el río. Gallinas. La luz filtrada por los árboles. El sonido del viento agitando los álamos. El silencio de la suave pero peligrosa corriente del río. Es como una gran foto viviente, como un cortometraje. Parte de lo que recuerdo lo he soñado; creo que de allí su fidelidad.

El asunto es que más de eso, nada; yo ni siquiera había nacido. Nací en la ciudad, cuando ya mi padre se había mudado y su madre estaba fallecida. De su padre, lo único que siempre contaba y que yo nunca refutaba o indagaba, era que se había ido de joven abandonando a mi abuela. Cada vez que lo mencionaba —que eran muy pocas— se notaba que no quería referirse mucho al tema. Por lo que mi abuelo fue para mí siempre un fantasma. Hasta hace algunos largos años atrás. Vinieron de visita unas personas que decían ser herman@s de mi padre, por parte del abuelo fantasma, claro está. El viejo todavía seguía vivo y había venido de visita a la ciudad. Vivía en otro localidad de la provincia. Así que organizaron un gran asado y allí fuimos, todos mis herman@s y mis padres. Mi Viejo no había visto a su Viejo desde su niñez, y andaba en ese momento alrededor de los 70. Fue un flash toda la secuencia. El abuelo fantasma apenas si podía hablar, estaba muy viejito; pero pareció reconocer a mi Viejo, que lo abrazó y lloró a su lado. Nos presentaron a todos allí. De pronto teníamos tíos y tías "nuevas". Degustamos un rico asado y tomamos bastante vino, un gusto en el que TODOS coincidíamos profundamente. Luego de ese día, no lo volvimos a ver, pero atesoramos el recuerdo, y las fotos que lo atestiguan.

Pero volviendo, estábamos revisando esas carpetas del portafolio. Y lo que encontramos fue muy pintoresco. Unos documentos que databan de la misma fecha que figuraba en la libreta que hacía unos meses habíamos descubierto sin querer. En ellos se detallaba la adquisición de la tierra que después yo soñaría y recordaría cinematográficamente, 10 hectáreas en Paso Chacabuco. Que un vecino quería desviar un curso de agua, y desde el Ministerio de Tierras en Buenos Aires le aseguraban que no iba a quedar privado de ese elemento. Y que había adquirido unas 20 ovejas a 4 pesos cada una...


También —pero en otro documento que no registré con la cámara de mi celular en este caso— se dejaba registrada y autorizada para su uso una canoa llamada Don Pedro. Había algunos más. Como el que registraba la venta del terreno donde aún vivió mi Viejo y todavía lo hace mi Vieja; y algunos otros más pero no de relativa importancia para lo que cuento aquí.

Fue una tarde maravillosa. Reconstruir de alguna pequeña manera un pasado que a no ser por la tarea encomendada a mi hijo y el afán de digitalizar ciertos recuerdos jamás hubiera conocido seguramente. Nadie habla del pasado, parece una cosa muerta. Que en cierto sentido lo es, pero el pasado nos define en algún aspecto. Aquí hay un prejuicio enorme y horrible para con el pueblo chileno y todo lo que esté relacionado con esa patria cercana; y el saber que mis antepasados eran chilenos te coloca en una posición que obliga a meditar al respecto. No he sido criado en atmósferas xenófobas. Pensaba yo en una de esas noches donde no te puedes dormir y la mente divaga y te inventas diálogos en el orgullo de sentirme de estos lares de la tierra; porque del lado de mi Vieja, que tampoco se mucho, hay un pasado de abuelo gringo y abuela mapuche. Soy el resultado de una amalgama de pasados diversos. Enriquecido desde todos los aspectos (bueno, no es el caso de mi rostro, pero bueno). Es saludable conocer y conocerse. Gracias doy.

sábado, 24 de junio de 2017

500

Por aquella época había comprado recientemente un televisor de 21" y un reproductor de DVD. Vivía solo (aunque almorzaba en casa de mis padres), tenía un poco más de una veintena de años. Me gustaba (y todavía hoy) mirar muchas películas, ya incluso desde la época de los VHS. La tienda donde alquilaba no quedaba muy lejos, pero de todos modos, iba en auto: un Fiat 128 Super Europa azul, una máquina. Hacía poco que también había empezado a conducirlo, así que cuando salía y debía ir a un lugar en concreto daba algunas vueltas para tratar de dejarlo estacionado cerca de las esquinas, donde no tenía que hacer muchas maniobras ni para estacionar, ni para salir.

Así fue que conseguí el particular lugar a dos cuadras de la tienda donde había ido a alquilar un par de películas. Me bajé, y en el movimiento veo sobre el esfalto un papel de forma rectangular. Reconozco inmediatamente el rostro de Benjamin Franklin impreso. Lo alzo pensando que es una de esas invitaciones a cumpleaños que si girás te encontrás con los datos donde será la fiesta; y lo pensé porque hacía poco había recibido una invitación así justamente. En esos segundos entre que ví el papel y mi mano lo tomó finalmente jamás se me pasó por la cabeza la idea de que el billete fuera real. Pero así lo era. Un billete de 100 dólares tirado en la calle, justo debajo de la puerta de mi Super Europa azul, mi máquina. Cuando cierro la puerta del auto finalmente, distingo que cerca...


...hay otro. 


 Y cuando me acerco para alzarlo, más cerca de allí todavía, 
prácticamente debajo del auto, hay otros 3 billetes más. 

Y son todos de 100.

Me siento un poco abrumado por la ¿suerte?, por la situación. Recojo apresurado todos los billetes con gesto corporal fingido, como si se me acabasen de caer (?). Me los guardo en el bolsillo y ensimismado me dispongo a cruzar la calle, no sin el creciente temor a que se me acercase corriendo el supuesto dueño del dinero, que había podido verme mientras recojía el dinero y aliviado me llamaba para su devolución. Pero eso no pasó. Después de haber cruzado la calle, miraba de reojo y el corazón galopaba. La vista firme al frente, nervioso pero inmutable. Caminé toda una cuadra hasta llegar a una esquina, desde donde ya podía ver la tienda de alquiler de películas. Y mi auto. En esa esquina, todavía al día de hoy, hay un quiosco. Entré a comprar unos caramelos. 

Cuando salí, me quedé parado quitándole el envoltorio a uno de los caramelos mientras lentamente dirijía la mirada hacia donde estaba estacionado el auto. Con la falsa esperanza de distinguir en la distancia la figura de una persona buscando precisamente el dinero. Pero no había nadie. Todos los transeúntes iban inmersos en sus propios mundos. Aún así, me quedé por espacio de unos 15 minutos. Me comí algunos caramelos, y con el ritmo cardíaco un poco más bajo, caminé por fin hasta la tienda de alquiler de películas. Allí estuve otro buen rato, posiblemente una media hora. Una vez retirado del lugar, me detuve otra vez en la esquina del quiosco. Y me quedé otro rato más. Tampoco había señales de personas que hubieran extraviado algo cerca. Así que fui hasta el auto. Los últimos metros, otra vez el corazón casi que se me salía del pecho. El temor de la sorpresiva aparición del dueño del dinero. 

Si antes de haber entrado a la tienda de películas hubiera visto y sentido que una persona buscaba con desesperación, creo que me hubiera acercado con el dinero. Todos los billetes eran correlativos. Y eran bastante nuevos. Como recién sacados del banco. Imaginaba que la operación había sido realizada por alguna necesidad.  Pero otra vez, nadie. 

Así que me subí el auto y conduje hasta mi casa. Y cuando entré, estaban mi padre y mi madre sentados alrededor de la mesa mirando la televisión, era un día sábado recuerdo. Les conté inmediatamente lo sucedido. Con emoción. Ellos no lo podían creer, observaban y tocaban los billetes como si resultasen falsos. Pero no. Me había encontrado 500 dólares tirados en la calle.

Allí nomás, le di US$100 a mi madre y US$100 a mi padre. No los querían aceptar, pero insistí, y finalmente los aceptaron. Con los US$300 restantes, al otro día fui a una tienda de instrumentos musicales y me compré una Fender Stratocaster, algo que siempre había querido. Que con el tiempo, y por esas vueltas de la vida, me la robaron. Lo que fácil viene, fácil se va solía decir mi Viejo; pero esa..., es otra historia.

lunes, 13 de febrero de 2017

El Ritual de la Banana

La "Banana", esa experiencia veraniega de subirse a un gomón inflable (con forma de banana justamente) donde te pasean por el mar a gran velocidad mientras vas montado sosteniéndote con fuerza de unas cuerdas, hasta que la lancha que te lleva gira bruscamente y salís disparado. Caés al mar. Y te hundís; llevándote para mí hacia otra realidad, hundiéndote en otra dimensión, en tu propia percepción de esa otra realidad, esa otra dimensión.


Y la mía que se manifestó de forma (algo exagerada reconozco, pero así fue) dramática: de escuchar las risas y el sonido del motor a no escuchar nada y sentir la inmensidad del mar y su voraz profundidad. La soledad absoluta por un instante en medio de una masa incomnesurable de agua, flotando sin remedio y sin consuelo, intentando que no me ganara el pánico porque en definitiva uno se sube al gomón para divertirse. Pero no. 

Y no termina allí. Después de esos segundos que parecieron eternos y logré llegar hasta la superficie, con risa fingida doy cuenta que he quedado solo también allí arriba, todo el resto del grupo había quedado ¡del otro lado! de la Banana, y la Banana que flotaba de lado. Intento en vano hacer algún tipo de fuerza para mover el gomón hacia el otro lado (intento "girarla"), pero de ese otro lado estaban haciendo la fuerza contraria y con mejor suerte que la mía defintivamente, ¡tanta!, que el gomón cae sobre mí volviéndome a hundir. 

El chaleco salvavidas me vuelve a subir, pero choco contra el gomón obviamente, que ya flota como debe y me siento perdido de nuevo; y otra vez esforzándome para que no me gane (del todo) el pánico. Giro bajo el agua, quiero ver desde dónde viene la luz del sol. La veo a mi izquierda y nado con todas mis fuerzas...... buscando la luz. Cuando salgo por fin a la superficie puedo ver las caras del resto. Había por lo menos una chica que se notaba que también la estaba pasando mal y eso me alivió. 

Mi suegra estaba entre esas personas —allá está! escucho que dice, aliviada tambień de verme. Nos costó muchísimo volver a subir, no era un asunto para nada fácil. Rato después, ella (mi suegra) me cuenta que cuando sube a la superficie no me ve, entre risas me confiesa la preocupación del momento. Luego de escucharla le digo que yo no me vuelvo a subir nunca más a esa cosa. Así será.

jueves, 18 de junio de 2015

El Bicivolador

Cuando niño, enfrente de mi casa, vivía mi buen amigo Ricardo. Le decíamos Ricky. Un gran pibe. De aquella época, dando un pantallazo visual en la memoria mientras escribo, recuerdo que estaba Fabián —un amigo que se suicidió hace ya algunos años, preso de la tristeza de un desamor— cuyos padres tenían (tienen) una bicicletería, y andaba siempre en unas bicis hermosas de cross. Cada vez que llegaban nuevos modelos, él pegaba una, un privilegiado sin dudas. Después estaba Leo —que vivía (vive) al lado de lo de Ricky—, cuyos padres tenían (tienen) un kiosco y un local donde arreglaban (bien dicho) televisores. Él también tenía un buena bici de cross. Yo tenía una común, que había heredado de mi hermano, pero la trataba como a una cross a la pobre. Y Ricky.....Ricky tenía una de paseo; pobre, siempre se quería matar cuando salíamos a andar en bici, puteaba de lo lindo. Pero vale decir que arriba de esa pintoresca bici de paseo, el tipo era un as. Saltaba, coleaba.....frenaba con la suela de sus zapatillas, apoyándolas sobre la rueda de atrás (práctica que le trajo bastantes problemas con su madre)....un capo. No se le veían los pies cuando andábamos rápido, tenía un plato pequeño la bici, pero nunca se quedaba atrás, a pesar de todo. Y nosotros tampoco íbamos muy fuerte, era un lindo grupo de amigos, habíamos apenas pasado la decena de años todos.

El asunto de acordarme de Ricky, es por su madre. Una señora que no recuerdo el nombre, muy flaca, alta, la recuerdo fotográficamente con unos jeans súper gastados y un sweter de un rosa muy fuerte, con un cabello desordenado y un gesto siempre adusto. El papá de Ricky era compañero de laburo de mi viejo, mirá si no era chica la ciudad donde vivíamos, quelosparió. Y cuando a veces íbamos a su casa, porque la madre del sweter rosa nos invitaba a quedarnos y tomar la merienda; y después quedábamos mirando revistas de historietas en la habitación; ella aparecía con unas revistas para mostrarnos también. Eran pequeñas, hechas con papel símil al del diario. Con dibujos hechos a mano, y pintados como acuarelas. Siempre había familias felices, niños felices; todos viviendo en lugares encantados, rodeados incluso por bestias salvajes, todo en perfecta armonía. Y ella nos hablaba de esas familias, de esos lugares maravillosos pintados en la revista. A nosotros no nos gustaba para nada esa charla, recuerdo las caras de mis amigos, soportando el discurso de la mamá de Ricky, él incluído, aunque avergonzado también.


A Ricky no le gustaba ser —o que lo hicieran— testigo de Jehová. A nosotros tampoco. Pero no íbamos a abandonar a Ricky sólo en su casa, ni a desestimar invitaciones a tomar la merienda, no. Muchas veces nos bancábamos su discurso sin emitir respuesta alguna. Y jamás preguntábamos nada al respecto, sabíamos que la pregunta nos hundiría más. Observábamos la revista y hacíamos que leíamos, asentíamos con la cabeza y nada más. Después sí, cuando salíamos de la casa conversábamos acerca de lo ocurrido. A veces, Ricky nos pedía perdón por su mamá, —es re pesada— decía. Luego siempre hacía alguna broma con respecto a su religión, y todos reíamos aliviados de que él se diera cuenta de la angustia que pasábamos todos frente a cada sermón. De ahí a las bicis.

Hace muchos años atrás, veo por la ventana de la casa de mi viejos, que alguien golpeaba las manos en la entrada. Son testigos de Jehová— dijeron mis viejos— atendelos vos. Yo salí. Me acordaba de mi buen amigo Ricky y los sermones de su mamá sweter rosa. Yo me sabía de memoria esas dialécticas. Los atiendo respetuosamente, y arrancan. Al cabo de unos segundos, les aclaro que no creo en Dios, que no tengo ni me interesa la religión; que perdían su tiempo aquí. Ellos casi que se preocuparon por mí, jeje. Y nos metimos en una charla que duró extensos minutos acerca de la existencia de Dios. Lo que más recuerdo era su insistencia, ellos no se querían ir sin que yo creyese en Dios. Tarea que les resultó imposible. Me querían dejar una Atalaya, su famosa revista de propaganda religiosa. Tampoco la acepté, aunque insistieron. Se fueron diciendo que iban a rezar por mí.

Y todo porque hace un par de semanas, me lo encontré a Ricky en un partido de fútbol. Estamos igual de panzones nos dijimos, riéndonos. Yo siempre lo recuerdo arriba de su bici de paseo, hecho un bicivolador, y los testigos de Jehová no pasron nunca más.


domingo, 24 de mayo de 2015

El día en que jugamos un fulbo con el Pity

Teníamos por aquellos años una banda de rock que no sonaba tan mal, éramos bastante conocidos en la ciudad, aunque nos iban a ver los amigos y algunas cuantas personas más, ya saben, nadie es profeta en su tierra. En esta oportunidad, la banda Intoxicados venía a la ciudad, una banda de Buenos Aires con una buena convocatoria por aquellas épocas. Quien nos contactó, la misma persona que los traía, de movida: le pintaba el místico cada vez que nos hablaba. —que no digan nada, que es secreto, que si hablan capaz que se pincha, etc. Chamuyo, se las daba de empresario rockero y le quedaba mal. A nosotros sólo nos importaba tocar, y era una buena oportunidad para tocar en un lugar grande, para otro público; y nada más.

Tocamos como a las 20:00hs, ya había entrado bastante gente, estaban todas las luces prendidas, y casi ni nos escuchábamos; pero bueno, así son estas cosas de tocar para las bandas de afuera. Lo rescatable de la experiencia vino después.

Estábamos en los camarines después de tocar cuando apareció el guitarrista de la banda y nos saludó muy buena onda. Teníamos algo para beber y él peló un fasito para fumar entre todos; allí nos colgamos conversando un buen rato, buen tipo, Felipe su nombre. Bah, un pibe era, tenía 20 y pico. Al rato cae el bajista. Ya, otra onda, desde la pilcha...y andaba con la novia. Pero también colgó a fumar un poco y la charla prosiguió animadamente. No recuerdo su nombre, a él le preguntamos por el Pity, ya era como muy tarde cuando llegó y lo hizo como si nada. Afuera ya estaba hasta las manos de gente, se los escuchaba cantar, un re buen ambiente.

No tenía ni idea dónde estaba el Pity. Creo que nadie lo sabía. Risas. Es el rock, viste. O el faso que nos había pegado. Mientras esto, escuchamos gritos cerca, un pequeño revuelo: llegó la estrella dijo el bajista con la autoridad que le brindaba su amistad con el tipo. Más risas. Cayó con un abrigo de piel (color violeta creo que era) y pasó derecho para una habitación con el resto de su comitiva. Después ya nos despedimos —hasta después del show, quédense a tomar algo y al cabo de unos minutos salieron a tocar, y nosotros salimos a ver su show.

Cerca del final, volví al sector de camarines. Estaba el tipo este que se las daba de empresario. Le dije que quería ver el resto del show desde el costado del escenario, se hizo un poco el difícil, pero después aflojó. En el último tema, me corre espantado porque la banda iba a bajar.....un boludo importante. Me alejo un poco, me quedo cerca. Ví una escena un tanto bizarra. Que me llenó de tristeza también. Debajo del escenario, el Pity (y el batero) fumaba(n) paco y preguntaba si daba para tocar una más, casi que pedía por favor; cuando la gente afuera estaba al palo. Desorbitado, pero aún así lúcido. Un personaje extraño, muy singular el Pity....(hizo una versión de Creep de Radiohead muy intimista....él solo con la guitarra, genial).

Una vez finalizado todo el show, nosotros seguíamos dando vuelta por la zona de camarines, un pasillo largo y al final un lugar abierto. Allí estaba Intoxicados y todo el grupo de personas que viajaban con ellos. El boludo importante nos decía que nos teníamos que ir, que la banda no quería a nadie allí. Hablaba nervioso y prepotente. Nosotros no nos íbamos a ir. Y no nos fuimos. Hasta nos servimos unas cervezas y conversamos con los plomos, estábamos compartiendo, loco, tan difícil era entenderlo?!, a nadie le importaba nuestra presencia. Cada tanto venía y nos decía que nos tomáramos una más y que nos fuéramos. Como collar de sandías el chabón.

Minutos después llega el Pity. Parecía que se iba a correr el Tour de France. Nos presentaron y conversamos un rato con él. Pero luego, como había unos arcos, se le ocurrió que debíamos hacer un partido de fútbol; entre todos. Éramos como 40. Poco le importó, pidió una pelota y le consiguieron una de básquet, era la única. Mientras sucedía eso, y por enésima vez nos pedían que nos fuéramos, es el mismo Pity quien se mete y pregunta que pasa —es la banda soporte le dice. —Acá no hay banda soporte loco, dice, somos todos iguales. —Y es más, dice, él  y él juegan conmigo, señalando a mi compañero de banda y a mí. No hicimos más que mirarlo nomás al chabón que nos hizo la onda para tocar, pero toda la mala onda después para que nos tomásemos el palo, como diciéndole: qué pelotudo que sos.

Y arrancó el partido de fútbol más bizarro que hayamos jugado alguna vez. Todo el mundo medio pasado ya, un poco de drogas y otro poco de alcohol. Los que estaban en los arcos nunca soltaron el vaso por ejemplo. El Pity estaba enloquecido, las corría a todas, hacía goles...en un momento cabeceó una que casi se mata (recuerden que era una de básquet, imaginen cabecear una como si estuvieran en un corner en la final el mundo). Nos divertimos mucho esa noche. Jugamos un rato más y después ya nos fuimos. Claro que nos acercamos a quien nos rompió las pelotas para irnos, le dimos las gracias por todo, y nos fuimos a un bar, a festejar.

Pero claro, antes nos hicimos una foto con el Pity, para inmortalizar el momento:


lunes, 18 de mayo de 2015

El Dia de los Muertos

Aún recuerdo a un par de amigos en la primaria que tenían la fama bien puesta de osados y revoltosos. Pablo y Darío. Pablo era un rechonchón que hablaba muy rápido y tenía siempre el cabello bien peinado, con gomina; usaba cinto y el pullover dentro del pantalón. Darío era un flaco largo, siempre desalineado, con el cabello siempre revuelto, siempre con más ganas de dormir que de respirar. Se animaban a todo, se peleaban alguna vez a la salida con alguno que se les había hecho el pesado en el recreo. Decían lo que pensaban a todo momento, sin filtro. Incluso durante clase: si se les ocurría algo que hiciera reír a los compañeros, lo decían; para agrado de todos. Eran tipos queribles, además. Si hasta tenían encantadas a algunas profesoras. Fueron ellos quienes cayeron una tarde con la noticia de un descubrimiento increíble...

Cruzando una de las calles de la manzana que ocupaba el predio del colegio, había (y hay) un hospital, el único de la ciudad. Ocupa también el predio de una manzana, y todo el terreno estaba cubierto por árboles. Distribuídas por diferentes sectores habían varias edificaciones todas pertenecientes a distintas áreas del hospital. Una de ellas, y he aquí el descubrimiento de mis compañeros, era la morgue. Nunca supe cómo se habían enterado; pero dijeron que había un ventana, por donde se podía ver a los muertos. Obviamente, nadie les creyó esto último; y nos desafiaron a que a la salida del colegio, fuésemos con ellos, así nos mostraban.

Nos juntamos a la salida. Nos habíamos hecho amigos sobre todo, porque juntos volvíamos caminando a nuestras casas, y solíamos hacer el mismo recorrido. Un poco por la cercanía, y otro poco por acompañarnos. Así fue que cruzamos la calle, caminamos unos metros por entre unos pinos altísimos, que hacían que por donde caminábamos, no hubiera mucha luz. Íbamos en silencio, con una mezcla de miedo y adrenalina. —Allí es, dijo uno de ellos señalando no sólo el lugar, sino la ventana (que estaba entreabierta) por donde se podía ver a los muertos. Había cerca de la pared unos tambores muy grandes, y algunas cajas y otros trastos que me son indescifrables en la memoria. Por allí subimos todos los que esa tarde nos animamos a subir.

La macana era que nomás alcanzabas a estar en puntas de pie, y tras un gran esfuerzo podías asomarte apenas en la ventana entreabierta de la morgue. Por dentro se veía oscuro, y al final, una puerta semiabierta desde donde lo único que se podía apreciar eran unos pies que una sábana blanca no había alcanzado a cubrir. Y su correspondiente etiqueta colgante. La luz blanquecina hacía que luciera tan fantasmagórica la pequeña escena. Recuerdo haber sentido un poco de miedo; el miedo a que ese pie se moviera justo en el momento en que lo estaba observando. No sólo me hubiera muerto del miedo, sino que me hubiera caído y vuelto a morir del golpe.


Volvimos a asomarnos a aquella ventana durante muchas tardes después de aquella, vimos muchos pies pálidos, se convirtió en rutina luego del colegio. Creo que fue el primer contacto con la muerte que tuvimos aquél pequeño grupo de amigos. Siempre tuvimos la esperanza de ver algo más....nunca pasó, hasta que finalmente nos aburrimos; a seis cuadras del hospital, en un kiosco amigo, comenzaron con un concurso de balero. Sí, de balero. Y nos anotamos, y todas las tardes pasábamos a hacer unos tiros. Pero esa es otra historia.

lunes, 27 de abril de 2015

Y que me pisen....

Era un colegio salesiano, mis padres me enviaron allí porque mi hermano iba a allí —no se por qué lo enviaron allí a él, pero esa es otra historia. Esos años de primaria escolar bastaron para que me hiciera la idea de que el catolicismo no iba conmigo, y que la única religión que profesaría al salir y a través de todos estos años, fuera la música. Y la lectura. Y la fotografía. Y escribir. Y tantas otras. Cuando daba el timbre de salida, nos reunían a todos los cursos en el patio interno del colegio. Era una pasillo enorme con grandes ventanales que daban hacia el patio externo; en el exterior del patio, una gran arboleda de pinos hacía las veces de cerco perimetral, de tal modo que nada podía verse hacia fuera del colegio —la ciudad— y nada tampoco hacia adentro; estábamos aislados, sólo veíamos el cielo —vaya paradoja para un colegio así—. Y una bandera con un mástil gigante. Antes de retirarnos del colegio, con todo el alumnado formado en el patio interno con la vista al frente hacia el exterior, un alumno seleccionado previamente, más otro que oficiaba de escolta, procedían a arriar la bandera y llevarla a la oficina de la directora, hasta el otro día. Así, todos los días.

Lejos de sentir algún tipo de patriotismo alguno, la sola idea de quedar seleccionado me daba pavor. Sufría de una incomnensurable verguenza por (todo, en) aquella época, siempre fui muy solitario, incluso de pequeño —cosa que supieron comunicarle con cierta preocupación a mi madre—, y quedar expuesto a la vista de todos era una situación que, más allá de ser inevitable, era a su vez inexplicablemente agobiante. Agraciadamente, esta angustia se manifestaba sólo al momento en que se acercaba la hora de retirarnos. Nunca se sabía de antemano que curso había sido asignado para asignar al alumno que iría a la bandera, tal era la expresión que todos usábamos; por lo que hasta que la maestra decía o no decía nada, según la situación, el suspenso era fatal. Hasta que nada pasaba, o era otro el elegido. Y respiraba con un alivio que jamás he vuelto a sentir. Hasta que un día, el día llegó: supe que iría a la bandera, momentos después de haber entrado al aula. No se por qué lo habían decidido así, no lo recuerdo. Cabe mencionar aquí que tal designación, l@s maestr@s —obviamente— la realizaban con alegría, dando por sentado el enorme orgullo y felicidad con el que los alumnos afrontaban este evento patriótico sin ningún tipo de antecedente histórico hasta y para ese momento escolar de nuestras míseras vidas. A veces era así. Conocí a algunos que esperaron su momento ansiosos y lo disfrutaron plenamente. Como así también a otros a quienes les resultaba una valiosa pérdida de tiempo, casi una molestia. En mi caso, mi pudor le daba un carácter dramático, trágico, fatal. Hasta la idea de faltar, indefinidamente!, hasta que se olvidaran de enviarme a la bandera.

Pero con un sudor nervioso que hacía que el pantalón se me pegase a las piernas, con gotas de inevitable transpiración cayéndome por la espalda, con la frente empapada y la respiración contenida pero agitada; me dirigí desde la posición donde me encontraba formado, atravesando el frente de todo el alumnado —la compañía del único escolta detrás sólo empeoraba la situación, no se cómo, pero la empeoraba— hacia el patio externo recorriendo con la vista el camino a recorrer, que me pareció interminable, hasta llegar al pie del mástil que sostenía flameando la bandera estoica allí arriba. El escolta permanecía en silencio, en un silencio obligado. Ya que si bien nos encontrábamos fuera y nadie podía oírnos, la solemnidad del acto así lo dictaba. Ni siquiera un murmullo. Quedamos parados observando hacia el patio interno, donde detrás del vidrio, y dificultosamente por el reflejo, podíamos a ver a nuestra maestra de turno haciéndonos una seña para que comenzase a bajar la bandera; mientras dentro, todos murmuraban (cosa que se sigue haciendo aún hoy en nuestra época) las estrofas del himno nacional. Los dedos temblorosos, con una seriedad indescriptible, comencé a arriar la bandera. El escolta acompañaba mis movimientos con la vista fija hacia arriba. Yo también, aunque cada tanto relojeaba hacia adentro, el morbo era más. La bandera llegó por fin hasta mis manos, el momento se volvió álgido, nervioso, ceremoniosamente único. Y desenganché primero una, y luego la otra argolla con las cuales sostenían a la bandera de la cuerda. 


Nunca había tocado una bandera de mi país. De pronto, perdí toda la angustia y el pudor. Puse la palma de mis manos hacia arriba (el escolta hizo lo mismo) y la dejamos caer delicadamente sobre nuestras manos. Una vez que la sostuvimos, así, tendida sobre nuestras manos; me ganó la emoción. Comprendí realmente el ptivilegio, lo entendí a mi manera. Caminamos así los dos juntos sosteniendo la bandera, acompasando los pasos para que el momento, la solemnidad del momento no se fuera por la borda al trastabillar o chocarnos uno contra el otro; hasta subir los escalones para entrar al patio interno, donde todos nos aguardaban en perfecto silencio, observándonos fijamente. Entramos a la oficina de la directora, todavía ceremoniosos la colocábamos sobre el escritorio, la acomodábamos delicada y respetuosamente para que luciera esplendorosa; la miré por última vez antes de salir, y me dije que ese había sido un momento que yo no iba a olvidar jamás. Han pasado casi 30 años desde entonces, y recuerdo vívidamente esa tarde. Creo que más que un recuerdo, es un punto de convergencia en la memoria que nos conecta con nuestro ser interior, de manera tal, no de olvidar algún evento en especial, sino de no olvidarnos de nosotros mismos.

miércoles, 25 de febrero de 2015

Todos los Ados Lindos

Sabés?, nunca me había subido a un avión en toda mi vida, siempre que viajé, lo hice en bondi; y ni siquiera tanto. Un par de viajes a Buenos Aires, de noche, con mucha lluvia, colgado mirando la ventanilla y cómo la doble línea amarilla a mi izquierda, desaparecía debajo del bondi peligrosamente, y a mucha velocidad. Escuchaba música, disfrutaba ceremoniosa y pausadamente las latitas de Quilmes (cuando la Quilmes era rica) que compraba cada vez que el bondi paraba. Leía el libro de turno, jamás pude o supe cómo carajos dormir mientras viajaba. En realidad viajar….me despertaba; pensaba boooocha. Y a mí que me gusta mucho pensar —aunque a veces confieso me torture un poco—. En qué pensaba?. Queseyó, en todo; como cuando no te podés dormir. A veces escribía, sabés?. Boludeces. Como ahora, que escribo que nunca me había subido a un avión en toda mi vida. Y de pronto en 24hs me subí y me bajé de 3. 

Y sigo pensando lo mismo que pensaba cuando los veía listo para embarcar: cómo hacen para levantar vuelo estos bichos?, preguntas que me hago como si google no existiera, buscá vos después si tenes ganas. Y más después: estás adentro. Y al ratón comienza a acelerar. Nunca había experimentado tal velocidad. Me resultó fascinante —qué querés que te diga?— tenía la sonrisa dibujada de par en par. Si hasta miraba hacia los costados esperando encontrar una sonrisa igual, cómplice. Pero nop, se ve que nadie volaba por primera vez. Me sentí un privilegiado. Experimentando algo por primera vez. Si te ponés a pensar, cuándo fue la última vez que experimentaste algo nuevo vos?. Pensalo.

Volví mi mirada hacia la ventanilla, mientras el avión levantaba por fin vuelo, y la sonrisa se me hacía cada vez grande. Casi como un reflejo, busqué asociar la sensación; y me recordé impulsándome en alguna hamaca mientras. En silencio, gritaba de la emoción, un iuju! (a lo Homero Simpson), de esos que se te escapan, mentalmente. Como esa cosa que se te hace en la panza cuando después el avión se estabiliza, también. Luego el bip de los cinturones, y todo el mundo que parece ponerse en modo automático, relajándose (vaya paradoja).Yo los sigo mirando, sabés?. Hecho un torpe, inocente e incrédulo guasón. Y sigo mirando por la ventanilla. Fascinado, asombrado, maravillado. Y todos los ados lindos que se te ocurran.

miércoles, 28 de agosto de 2013

..me acordé de un juego de mi infancia.

Es un cerezo. Está enfrente de un ventana muy grande que una vez rompimos con mi hermano jugando a la pelota y mi Vieja nos recagó a pedos. Adentro de la casa, unos sillones enfrentados, puestos contra la pared, en el medio, una mesita de madera barnizada; y apenas más allá una mesa redonda negra con seis sillas en derredor. Allí está mi Viejo sentado, jugando con un escarbadientes, mirando un poco de televisión. Mi Vieja está en uno de los sillones, sentada con los brazos cruzados, durmiendo. Yo estoy sentado en el árbol, mi Viejo me mira, y se sonríe. Han de ser las tres de la tarde.

Recogí durante algunos días, en mi casa y por el barrio y donde sea donde me acordara de mirar y buscar; chapitas. De gaseosa, de cerveza, de lo que sea que fuera interesante. Me metía las que encontraba en los bolsillos apenas sacudiéndoles un poco la tierra, y cuando llegaba a casa, antes de entrar, debía sacarme toda la tierra de los bolsillos, con la mirada atenta de mi Vieja meneando la cabeza, sonriendo y preguntándome para qué tenía esas chapitas en el bolsillo —las necesito!, Mamá!.

Encontré entre chatarra que mi Viejo y el marido de mi hermana más grande solían juntar sin ningún tipo de necesidad en varios sectores del amplio terreno donde vivíamos con mi familia (al marido de mi hermana le gustaban las motos, corrió algunas carreras, tiene unas hermosas fotos en sepia de él saltando), mi Viejo encontraba cosas en el camino de vuelta del trabajo, y si encontraba algo interesante que decía que le podía servir "para algo", se lo traía; así es que había de todo por el patio. Así fue que encontré una palanca de cambio de un camión, con una bocha azul muy gastada, picada, áspera. La guardé en un lugar especial, detrás de un galpón (también lleno de cosas innecesarias). Luego algunas partes de paneles frontales de autos y chapas extrañas, como tapas de algo; que también encontré en búsquedas inesperadas por baldíos del barrio, o en casa de amigos.

Comencé a clavar con clavitos de 1cm las chapitas al árbol. El árbol tiene un tronco, obviamente; y a la mitad le sale una rama muy gruesa hacia un costado, que sube y se ramifica en otras dos, todo de manera curvada; como de naturaleza fluyendo. En el punto de ramificación tenía un lugar donde uno podía sentarse, y luego otra rama más pequeña subía y se podía apoyar la espalda. Yo me sentaba allí y tenía el tronco del árbol mismo enfrente. Justo a la altura de la vista, el grosor del tronco disminuía y brotaban pequeñas ramas hacia arriba, todo lleno de hojas, esas hojas largas colgantes que tienen los cerezos. En ese tronco comencé a clavar con clavitos de 1cm las chapitas de gaseosa y de cerveza. En grupitos de a tres, otros de a dos. Si tenía una chapita más grande que el resto la clavaba sola, donde se distinguiera. Puse un montón. Pobre árbol, estarán pensando en este momento....lo se, en esa época, poco se hablaba y se sabía....

Luego puse como pude la palanca de cambio del camión. Le hice un agujero al final (con ayuda de mi Viejo) y le crucé alambre por ese agujero y la até con alambre en derredor del tronco, de tal manera que me pudiera sentar en el árbol y sostuviera la palanca por la bocha con mi mano derecha. Puse también dos maderas a los costados, como si fueran dos pedales, para sostenerme y no me doliera tanto el quetejedi al estar sentado tanto rato (después mi Vieja me prestó un almohadón). Yo estaba, obviamente, sentado piloteando un helicóptero. El Airwolf, para ser más exacto.

Pasaba largos ratos allí. Piloteando mi helicóptero. Hasta tarareaba a veces el tema de la serie. Realizaba peligrosas misiones que iba imaginando a medida que se me iban ocurriendo; tenía diálogos (en voz alta) con el copiloto invisible que llevaba atrás, con otro compañero en tierra, desde una base de control que me mantenía informado con un radar. Tenía ametralladoras que comandaba desde la bocha de la palanca del camión y misiles que lanzaba presionando las chapitas de cerveza y gasesosa. De veras que podía pasarme ratos enteros allí arriba. Si pasaba alguien, como mis herman@s; no me decían nada; para ellos era lo más natural del mundo verme allí arriba hablando solo y haciendo sonidos de disparos de misiles y enormes explosiones.

A mí me ha resultado imposible perder ese tipo de imaginación. Y más aún, me niego a perderla. No porque quiera, pero lo digo porque uno se va volviendo grande y la pérdida de la imaginación, de la capacidad de juego; es directamente proporcional a la velocidad y a la vertiginosidad de nuestro crecimiento, y todos los hechos que como adulto nos acontecen. Yo he llevado mi imaginación como bandera en la adolescencia luego y siempre, a través de la lectura. Luego a través de esa lectura la llevé hacia la escritura. Y así. La cadena es y debería ser interminable, usar la imaginación en cada detalle de nuestra corta vida. El último cielo hasta ahora, donde flamea más viva que nunca esta bandera, es la fotografía. Un cielo donde el azul celeste de la escritura hace que todo luzca pleno; con el sol de la lectura brillando, siempre intenso.