lunes, 27 de abril de 2015

Y que me pisen....

Era un colegio salesiano, mis padres me enviaron allí porque mi hermano iba a allí —no se por qué lo enviaron allí a él, pero esa es otra historia. Esos años de primaria escolar bastaron para que me hiciera la idea de que el catolicismo no iba conmigo, y que la única religión que profesaría al salir y a través de todos estos años, fuera la música. Y la lectura. Y la fotografía. Y escribir. Y tantas otras. Cuando daba el timbre de salida, nos reunían a todos los cursos en el patio interno del colegio. Era una pasillo enorme con grandes ventanales que daban hacia el patio externo; en el exterior del patio, una gran arboleda de pinos hacía las veces de cerco perimetral, de tal modo que nada podía verse hacia fuera del colegio —la ciudad— y nada tampoco hacia adentro; estábamos aislados, sólo veíamos el cielo —vaya paradoja para un colegio así—. Y una bandera con un mástil gigante. Antes de retirarnos del colegio, con todo el alumnado formado en el patio interno con la vista al frente hacia el exterior, un alumno seleccionado previamente, más otro que oficiaba de escolta, procedían a arriar la bandera y llevarla a la oficina de la directora, hasta el otro día. Así, todos los días.

Lejos de sentir algún tipo de patriotismo alguno, la sola idea de quedar seleccionado me daba pavor. Sufría de una incomnensurable verguenza por (todo, en) aquella época, siempre fui muy solitario, incluso de pequeño —cosa que supieron comunicarle con cierta preocupación a mi madre—, y quedar expuesto a la vista de todos era una situación que, más allá de ser inevitable, era a su vez inexplicablemente agobiante. Agraciadamente, esta angustia se manifestaba sólo al momento en que se acercaba la hora de retirarnos. Nunca se sabía de antemano que curso había sido asignado para asignar al alumno que iría a la bandera, tal era la expresión que todos usábamos; por lo que hasta que la maestra decía o no decía nada, según la situación, el suspenso era fatal. Hasta que nada pasaba, o era otro el elegido. Y respiraba con un alivio que jamás he vuelto a sentir. Hasta que un día, el día llegó: supe que iría a la bandera, momentos después de haber entrado al aula. No se por qué lo habían decidido así, no lo recuerdo. Cabe mencionar aquí que tal designación, l@s maestr@s —obviamente— la realizaban con alegría, dando por sentado el enorme orgullo y felicidad con el que los alumnos afrontaban este evento patriótico sin ningún tipo de antecedente histórico hasta y para ese momento escolar de nuestras míseras vidas. A veces era así. Conocí a algunos que esperaron su momento ansiosos y lo disfrutaron plenamente. Como así también a otros a quienes les resultaba una valiosa pérdida de tiempo, casi una molestia. En mi caso, mi pudor le daba un carácter dramático, trágico, fatal. Hasta la idea de faltar, indefinidamente!, hasta que se olvidaran de enviarme a la bandera.

Pero con un sudor nervioso que hacía que el pantalón se me pegase a las piernas, con gotas de inevitable transpiración cayéndome por la espalda, con la frente empapada y la respiración contenida pero agitada; me dirigí desde la posición donde me encontraba formado, atravesando el frente de todo el alumnado —la compañía del único escolta detrás sólo empeoraba la situación, no se cómo, pero la empeoraba— hacia el patio externo recorriendo con la vista el camino a recorrer, que me pareció interminable, hasta llegar al pie del mástil que sostenía flameando la bandera estoica allí arriba. El escolta permanecía en silencio, en un silencio obligado. Ya que si bien nos encontrábamos fuera y nadie podía oírnos, la solemnidad del acto así lo dictaba. Ni siquiera un murmullo. Quedamos parados observando hacia el patio interno, donde detrás del vidrio, y dificultosamente por el reflejo, podíamos a ver a nuestra maestra de turno haciéndonos una seña para que comenzase a bajar la bandera; mientras dentro, todos murmuraban (cosa que se sigue haciendo aún hoy en nuestra época) las estrofas del himno nacional. Los dedos temblorosos, con una seriedad indescriptible, comencé a arriar la bandera. El escolta acompañaba mis movimientos con la vista fija hacia arriba. Yo también, aunque cada tanto relojeaba hacia adentro, el morbo era más. La bandera llegó por fin hasta mis manos, el momento se volvió álgido, nervioso, ceremoniosamente único. Y desenganché primero una, y luego la otra argolla con las cuales sostenían a la bandera de la cuerda. 


Nunca había tocado una bandera de mi país. De pronto, perdí toda la angustia y el pudor. Puse la palma de mis manos hacia arriba (el escolta hizo lo mismo) y la dejamos caer delicadamente sobre nuestras manos. Una vez que la sostuvimos, así, tendida sobre nuestras manos; me ganó la emoción. Comprendí realmente el ptivilegio, lo entendí a mi manera. Caminamos así los dos juntos sosteniendo la bandera, acompasando los pasos para que el momento, la solemnidad del momento no se fuera por la borda al trastabillar o chocarnos uno contra el otro; hasta subir los escalones para entrar al patio interno, donde todos nos aguardaban en perfecto silencio, observándonos fijamente. Entramos a la oficina de la directora, todavía ceremoniosos la colocábamos sobre el escritorio, la acomodábamos delicada y respetuosamente para que luciera esplendorosa; la miré por última vez antes de salir, y me dije que ese había sido un momento que yo no iba a olvidar jamás. Han pasado casi 30 años desde entonces, y recuerdo vívidamente esa tarde. Creo que más que un recuerdo, es un punto de convergencia en la memoria que nos conecta con nuestro ser interior, de manera tal, no de olvidar algún evento en especial, sino de no olvidarnos de nosotros mismos.

0 comentarios :