domingo, 2 de agosto de 2020

Relic: ....y si...?

Relic tocó fibras muy hondas. Me ha gustado por ello, porque si el cine como experiencia artística quiere e intenta tocar fibras que ahondan profundamente en el espectador, la experiencia es maravillosa y el placer, total. He leído algunas críticas y me he encontrado con el ego habitual de quienes escriben fundamentando el carácter o tono de una película nada más que desde su propio gusto en particular. He notado cierto vacío, cierta miopía emocional. Yo desconozco mientras escribo si la directora o guionista han pasado por una situación como la mía, pero si no lo han hecho, el mérito por su obra es muchísimo mayor.

Relic relata con el uso de ciertos clichés del cine de suspenso una historia y un drama generacional, universal. Yo he visto y vivido en carne propia esa historia y ese drama. Ver a través del tiempo que a nuestro ser querido le resta, todo el proceso de decrepitud al que es expuesto (a través de una enfermedad como el Alzheimer, o el cáncer) y los cambios que genera —no sólo en su condición física— sino en su personalidad, es tanto peligrosa como poderosamente angustiante y desolador. La película resume ese proceso. La casa como herramienta tradicional del cine de suspenso sirve como trasfondo, como cortina, como recurso poético finalmente, para presentar el proceso oscuro, doloroso y desconcertante de la capitulación de un ser querido. Cualquiera que haya buscado el terror habitual propio de una casa embrujada, lamentablemente se equivocó de película y desde ese prejuicio no correspondido (un error que debemos evitar como espectadores) es que creo que se infundieron tantas críticas desacertadas. En última instancia se debatirá por millonésima vez la crítica como tal.


Relic también es una película no sólo sobre un proceso, sino sobre la muerte misma. Y tiene una de las escenas más audaces que he visto sobre la dramatización de la muerte. Y vuelvo sobre el uso de las herramientas de este tipo de cine y para hacer este tipo de películas; el trabajo de producción, maquillaje y efectos sirve a la realizadora como la metáfora al poema. Se mezcla la ternura con lo grotesco de manera tan original que el amor que se representa resulta a su vez, enternecedor. Y lo real se vuelve dramático, planteando interrogantes que nada tienen que ver con una segunda parte sino en que pasaría con nosotros mismos si fuésemos testigos de lo que acabamos de ver, o peor aún, partes.

La Otredad Digital

¿Los grupos de whatsapp son ya materia de estudio sociológico? ¡Cómo me gustaría echarles un vistazo!. La manera que tenemos de relacionarnos con el otro —con la otredad digital— tiene que habernos impactado y cambiado profundamente y, sobre todo, durante esta pandemia. Me interesa el costado ¿negativo?: creo que sentimos una mayor libertad (¿o impunidad?) para reaccionar de manera casi totalmente desinhibida a aquello que leemos o escuchamos. En los grupos, en particular, suele darse el hecho de que no todos quienes participan tienen la suerte o el desagrado de conocerse entre sí de manera física, personal. Y cuando hablo de conocerse me refiero también a aquellas personas que tienen un trato quizás estrictamente profesional o vago. Esto hace que la idea que nos hacemos de esas personas que no conocemos surge exclusivamente, no sólo de sus dichos, sino por la manera en que estos los expresan. Es decir, ¿escribimos como hablamos? ¿Cómo se organiza nuestra manera de expresarnos digitalmente en la mente? Tengo la penosa sensacion de que poco a poco nos vamos volviendo más reaccionarios; y posiblemente más agresivos en algunos casos, intolerantes en definitiva; consciente e inconscientemente perdemos el pudor o el respeto cuando no nos enfrentamos a la mirada de nuestro interlocutor, sobre todo cuando en estos grupos se tratan temas que incumben de una u otra manera a todos. Es en realidad la ausencia lo que nos interpela, nuestra propia representación del otro; nos relacionamos con esa especie de yo y le atribuimos la personalidad que la forma de sus textos y su gramática nos permiten, pero siempre desde la perspectiva constructiva de nuestra comunicación emocional. Claro que existe un consenso tácito en cuanto a la construcción de mensajes de texto y la capacidad de dilucidar a través de la comprensión social de la palabra escrita lo que el otro quiere o intenta expresar a través de un dispositivo de mensajería digital, pero muchas veces avalar y cubrir este consenso, cuesta; lo digitial es politico, y como político, difícil de consensuar. La falta de empatía se nutre de esta ausencia de lo interpelante. Las normas de expresión digital que nos hemos formado pueden diferir diametralmente con las del otro y esto genera una rispidez espontánea; y esta rispidez, a su vez, activa mecanismos de cimentación de la identidad del otro, de esa otredad digital. Asumimos un posible carácter, líneas de pensamiento, pasados factibles, y los asumimos, además; de manera condenatoria. La falta de empatía es uno de nuestros mayores males. En todo caso, la relación yace y se manifiesta sólo en lo personal. Nadie en su sano juicio correrá a interpelar luego en lo social a quien en la privacidad y por la impunidad que nos da la digitalidad, ha juzgado —valga la redundancia— de manera condenatoria.