miércoles, 28 de agosto de 2013

....flashié un poema.

Siempre que escribo, es porque empiezo a escribir mentalmente.
Este casi que lo escribí enterito en la cabeza.Se llama:

Silencio

 Si hay algo que me gusta de los domingos....es el silencio.
El silencio de algunos pibes gritando un gol en alguna cancha.
El silencio del canto de un pájaro que se pierde en el silencio de la tarde.
El silencio de la soledad de un auto que surca veloz la soledad de una calle.
El silencio de una música que se abre camino a través de unas ventanas.
El silencio de unas palomas que remontan vuelo en sincronía.
El silencio de un perro que atado ladra su larga pena.
El silencio del eco de una explosión de recuerdos.
El silencio de mis recuerdos.
El propio silencio.

...me acordé de mi Viejo.

Cuando mi Viejo laburaba, leía revistas. Mientras yo tomaba un té, o una cascarilla...., con pan con manteca, y a veces que le ponía trocitos de pan al té (sin manteca, claro); recuerdo esa escena claramente en mi memoria, y cuando digo que la recuerdo digo que la represento, que esa escena está pasando mientras la recuerdo. Transcurre en un cuarto muy pequeño de 1,5x2,5mts dónde sólo había unas bancas de madera; una tabla en la pared con un pequeño tirante inclinado y clavado en la pared que la sostenía; que hacía las veces de mesa para anotar unos datos que durante su turno de trabajo él documentaba con notable responsabilidad y precisión.

Sobre esos bancos, en esa escena, yo veo las revistas; son El Tony y D'artagnan, casi siempre. Cuando yo lo acompañaba al trabajo, estaba desde las 2 de la tarde hasta las 10 de la noche, casi siempre era en verano; o al final de la primavera, cuando el clima comenzaba a ser cada vez más cálido. Era un lugar rodeado de enormes pinos, estaba al costado de un río. Y del otro lado costado corría una vertiente cristalina (era increíble la claridad y pureza del agua, como vida fluyendo); uno se quedaba absorto viendo correr la vertiente, viendo el fondo, hipnotizado.

Del primer lado que les cuento, del lado del río; cruzándolo, seguía el bosque, que subía por una ladera a un montecito. Un bosque bajo, no muy tupido, en su mayoría compuesto por pinos. Con mis 10/12 años de aquella época, me la pasaba afuera el día entero; recorría toda la zona, adentrándome en el bosquecito (el río se podía cruzar a través de improvisados puentes de piedra que la gente que en el verano iba a nadar construía), caminando y descubriendo y jugando. Pero cuando entraba, porque mi Viejo me llamaba para tomar el té o la cascarilla; cuando atravesaba la puerta, recuerdo a mi Viejo......leyendo. Me llamaba mucho la atención, le pregunté —que tenían de bueno esas revistas que las leía tan así como las leía. Me dijo que eran historias, aventuras, muy entretenidas, que lo ayudaban además a pasar mejor el tiempo que duraban las horas de laburo; que consistía, más que nada, en estar entre hora y hora; luego de anotar todos los datos en un libro enorme donde se llevaba un registro de funcionamiento.

Y estar entre esas horas, era ingeniárselas para no aburrirse. Mi Viejo leía. También salíamos los dos a caminar. Debíamos recorrer por lo menos tres veces en el turno un camino que llegaba hasta la desembocadura de una vertiente al río. Allí había una pequeña represita, donde había una rejilla; que servía para filtrar todo lo que pudiera traer la vertiente de suciedad, que venía desde montaña arriba. El laburo, como habrán intuído o no, tenía que ver con el agua; con la toma y distribución de agua potable. Mi Viejo llevaba consigo un cepillo con cerdas negras, bien duras, que servía para limpiar esa rejilla. A veces, subíamos vertiente arriba, sólo para caminar; escuchando los pájaros, conversando; caminábamos un montón.

El sendero subiendo la vertiente era fantástico, porque estaba encerrado por la maleza, que parecía querer taparlo; mucha retama, mosqueta y gran cantidad de árboles. En algún punto del sendero había un manzano, escondido parecía que estaba; porque aparecía de la nada. Nunca se me había ocurrido que los manzanos crecieran libremente por allí; siempre los tuve presentes pero en las casas del barrio (donde abundaban, todos tenían uno, era genial), en los patios, como un árbol que alguien deliberadamente plantaba, como si lo hiciera y al mes midiera unos 7/8mts ya cubierto de manzanas (todo es mágico cuando se es chico).

Los pinos eran altísimos; del otro lado de la vertiente, el terreno caía bruscamente en picada y esto los hacía ver desde donde caminábamos como un verdadero ejército de gigantes. El sendero, siempre yo tras mi Viejo, serpenteaba hasta llegar a un claro enorme, y te aparecían de pronto llenándote la vista los cerros más bajos primero y las montañas luego, en todo su esplendor. En el claro, siguiendo unos metros más, había una mesa muy grande, construída a base de piedra. Yo la flasheaba como una mesa muy antigua (que si bien lo era, no lo era tan antigua como yo la imaginaba), como la mesa del Rey Arturo, de alguna historia así. Allí, a fin de año, la empresa donde laburaba mi Viejo organizaba un asado multitudinario para todos los empleados, se la pasaba muy bien ese día.

Saliendo de ese claro, había un puentecito que cruzaba la vertiente y y subía la ladera hasta el pinar que estaba unos metros más arriba. Por otro sendero que lo atravesaba regresábamos. Lo maravilloso de esa vuelta era el aroma —tan particular que me resulta indescriptible a través de las palabras, deberán recordar ustedes si alguna vez jugaron en un pinar......, pero aún mejor era seguir el sendero en paralelo, para caminar sobre el colchón que se formaba de lo que caía de los pinos, esos filamentos que son verdes allí arriba; y de cierto color naranja cuando están sobre la superficie, superficie que se hace como acolchonada, y hasta resbaladiza. Andar caminando por una superficie así, era simple, lisa y llanamente....divertido.

Así regresábamos hasta la rejilla, donde mi Viejo realizaba otra pequeña limpieza una vez más, y emprendíamos el camino de vuelta a su lugar de laburo, allí al costado del río.

Me dijo que leyera una, para que viera cómo es; y no les miento cuando les digo que aún disfruto leer como ese día que tomé una revista y comencé a leer las historietas. A él, además, le gustaba que a mí me gustara, tenía una sonrisa muy particular que así lo demostraba. Yo dí cuenta de esa sonrisa hace un año atrás. Le hice a mi hijo pequeño la misma sonrisa cuando comenzó a cantar las canciones que habitualmente canto; siempre dependiendo obviamente de lo que escuchemos durante el día, que por lo general obedece al estado de ánimo; y obviamente, nadie se siente igual todos los días; entonces la música cambia; y el estado de ánimo vuelve a cambiar, y todo mientras él las canta. Como yo leyendo las revistas de mi Viejo en su laburo, maravillado por historias como la de Dago, o Nippur de Lagash o Gilgamesh o El Cabo Sabino y otras tantas que no recuerdo en este momento.



Había tardes que salíamos con el Siam a comprar cosas para la casa; y a la vuelta pasábamos por un kiosco donde las vendían. No recuerdo el lugar, recuerdo el momento de ir a comprar las revistas, recuerdo como dije, una escena, que transcurre todavía. Con el tiempo, comencé a pedirle algunas para mí, que veía interesantes. Claro que ya eran historietas de dibujos animados que yo veía en la televisión; pero a mí eso, no me importaba; así que pedía que me las compren igual. Cosa que hacían, mi Vieja estaba feliz de que me gustara leer —así iba a aprender más rápido, decía, brusca y encantadora ella.

Así fue como nunca dejó de gustarme leer y comprar (bueno,....tener) siempre cosas nuevas para leer. Sigo queriendo tener cosas nuevas para leer, todo el tiempo, desde aquél tiempo. Y cuando voy a la librería, llevo a mi hijo conmigo; y conversamos, y cada vez le pregunto si le gusta venir, y siempre me dice sí; y es una escena que también, por suerte, todavía,.... sigue transcurriendo.

....me inventé un relato.

....a través de una imagen. Verán la imagen al final, eso sí.

Las olas rompen en parsimonisas pausas. La espuma que apenas alcanza a despeinarse cuando otra la devora natural, altanera y mecánicamente. El engranaje rítmico, sonoro y apacible de la orilla es la banda de sonido de un amanecer quejumbroso. Unas cuantas gaviotas, como leves y desentendidas pinceladas resuenan en el fondo del anaranjado lienzo del paisaje. El murmullo de las parejitas abrazadas —de las parejitas abrazadas con su niños corriendo cerca, de solitarios no tan solitarios con sus inquietos perros— flota en el rocío áspero de la inmensidad de la playa. Un auto recorre la costanera allá arriba, ahuecando todo. Un tren que pendula a kilómetros de allí, viene despertando in slowmotion. Recorre el pasillo el cafetero recién engominado, con su carrito antiguo, repleto de termos, tacitas y obleas; esquivando bolsos y zapatillas. Hay ese perfume particular de los vagones cuando se amanece en viaje. Espeso.

El sonido del vagón hamacándose termina por despabilarlos a todos. Aunque siguen en cámara lenta. Las bocas que bostezan, algunos que se quejan por la espalda rota, entre risas tímidas. También hay murmullos, con esas voces apenas entendibles cuando la voz recién despierta, guturales y de una cotidianeidad hermosa. La niña duerme plácidamente sobre las piernas de su madre, no sabe nada de todo esto que cuento y escribo. —Preparo unos matecitos?, le dice la rubia al novio, después de besarlo en la frente. El tipo murmura que sí, obviamente, feliz de la vida; la rubia es preciosa. El vagón 402 comienza a despertar finalmente. Todos miran la hora, siempre impacientes, pero aliviados un poco. El auto deja la estela ahuecada, la sensación de falla, de molestia, de silencio interrumpido. La playa comienza también a despertar, se va poblando de la más extensa fauna de época. Resuenan cada vez más gaviotas. Resuenan las olas despeinándose. La luz rebota blanquecina sobre la arena mojada y encandila, es un mar tranquilo, es un día hermoso, es una vida buena.

Así la imagen se resuelve plácidamente hasta el mediodía casi, cuando todo el pequeño desierto de arena se ve invadido casi en su totalidad por el hormigueo incesante y colorido de la gente llegando y amontonándose, para sentirse una mutitud plena, privilegiada y descansante. Otros carritos se pasean por aquí, pintorescos hombres vestidos de blanco vociferan diferentes alternativas para engañar al estómago. El sol quema y los cuerpos brillan, las curvas siguieren y los hombres simulan muy mal no estar viendo. El cafetero engominado esta vez pasa con el carrito lleno de sánguches y gasesosas, la niña conversa con su madre sobre los más variados y ocurrentes temas —recuerda días de colegio, pregunta por qué se tarda tanto en llegar, inventa detalles de la vida personal de su muñeca, dice que le dió hambre. Sánguches para todos, buen provecho.

El ajetreo es constante, gana la fatiga. Mirar por la ventana se vuelve monótono, sobre todo cuando el paisaje...es monótono. La lectura siempre ayuda, se viaja en el 402, y se viaja capítulo a capítulo. Pero las horas pasan, pendulares; la incomodidad, el hambre engañado, las ganas de llegar. Las caras ya son conocidas, se siente una atmósfera familiar en el vagón luego de tantas horas viajando. —El flaco de rulos que cada tanto sale a fumar. La chica de calzas verdes y rastas, que a cada rato va al baño. El señor de lentes que observa a todos. La madre que habla sin cesar con su hija, con una paciencia admirable, con una voz grave. Se escucha en varios asientos a la redonda, varios escuchan como distraídos, pero escuchan. Cualquier cosa es interesante. La voz de la niña endulza a todos, se les dibuja una sonrisa que les decora la tarde. Algunos se miran y la comparten, extraños conocidos, cómplices de viaje.

Y de pronto, con la inmediatez típica de la costa, se nubla. Y más pronto aún, las nubes se ponen negras. Un viento de la nada sopla y revolea revistas, ropa, desacomoda alguna sombrilla y genera el leve griterío de las señoras diciendo —ay, no!, por dios!, por favor!. El hormigueo se reactiva frenéticamente, todos recogen sus cosas y se apresuran a retirarse, algunas gotas comienzan a caer, el paisaje cambia completamente, el lienzo es gris, y se hace agua. No falta el que inmóvil disfruta el devenir de la lluvia, cerrando los ojos, con la cara al cielo, mientras las señoras pasan raudas con sus bolsos de mimbre colgando se mano, mientras con la otra se sujetan el sombrero florido, riendo a carcajadas mesuradas.

El tren en la estación exhala, todos se estiran, bostezan, casi que les da fiaca levantarse. Pero han llegado. Por fin. Pero está gris. Ni bien bajan del tren, el gesto es pensativo. Algunos se animan entre ellos, — el pronóstico para los días siguientes era bueno, ha de ser una tormenta pasajera. Otros se miran y hacen gestos y muecas con sus caras, reina el buen ánimo, a pesar de las gotas, a pesar de la tenue lluvia. — A conseguir un taxi ahora, rápido!, que nos queremos instalar lo más pronto posible. La niña canta y mueve los brazos de su muñeca en el asiento trasero del taxi, ve la lluvia rebotar contra la ventanilla, la misma lluvia que la moja la cara inmóvil al muchacho en la playa; que se ha sentado sin más dedicación que la de mojarse; viendo retirarse a los últimos; prestos a ganar veredas cubiertas, mate y charla y varias cucharaditas de paciencia.

Pero los mates se lavan y las hormigas se resignan, vuelta temporal a la temporal casa, la tarde está perdida, el temporal ha vencido. Se desconcentran y cubren todas las calles y las esquinas; mojados y cargados, resignados. El flaco de rulos con la de calzas verdes con rastas se pierden entre los que vuelven, caminan de la mano; apenas si han dejado los bolsos y han hecho el amor recién llegados, recién fumados. En otra esquina, la niña con su muñeca bajo el brazo camina junto a sus padres. Ellos no han hecho el amor, pero se han dado un beso y un largo abrazo antes de hablar con el encargado, y que éste les entregara la llave por una semana; mientras le pequeña los observara encantada, y apurada.

Van coleccionando miradas, esas miradas otra vez cómplices, las hormigas cómplices que se vuelven resignadas. Y los que en dirección contraria se acercan a la playa, abrazados; con la alegría del recién llegado, con toda la semana por delante. A medida que avanzan, van mirando vidrieras, se detienen en todas, todo es nuevo, la niña respira fuerte, se impacienta. Mueve los ojos, girándolos traviesa, los padres gesticulan una sonrisa y continúan caminando. La lluvia amaina rápidamente. Las nubes apuran el paso, son el telón del comienzo de la tarde. Se descubre un cielo azul celeste, y el aroma de la tierra mojada y acariciada por el sol los inunda a todos, casi que aspiran ese preciado perfume al mismo tiempo. El muchacho todo empapado de felicidad huele el mismo perfume, y al instante siguiente de exhalar, cruza mirada con la niña, sus padres y su muñeca. La pequeña lo mira asombrada, como si acaso lo reconociera, el muchacho le guiña un ojo y le regala una sonrisa payasesca. La música va apoderándose del aire y de la atmósfera del lugar. Algunos vuelven, otros piden una cerveza, mientras los menos piden —café con dos medialunas, por favor, gracias.

La niña le habla a su muñeca —ya casi llegamos, tienes que tener un poco de paciencia. Sus padres ríen en silencio. Sobre el acantilado, una pasarela de cemento les permite poder apreciar el cielo despejándose, abriendo paso a la línea del horizonte; un mar grisáceo y calmo; cuyas olas rompen en parsimoniosas pausas. La espuma que apenas alcanza a despeinarse cuando otra la devora natural, altanera y mecánicamente. El engranaje rítmico, sonoro y apacible de la orilla es la banda de sonido de un atardecer perfumado de calma. Bajan unos escalones, en el último se quitan el calzado; y los pies que por fin tocan la arena, un tanto fría. Así, la imagen vuelve a resolverse plácidamente hasta que la tarde ha empezado a caer, y hay más gente del tren caminando, todos se sienten cansados, pero felices. Unas cuantas gaviotas, como leves y desentendidas pinceladas resuenan, con el último aliento; en el fondo del otra vez anaranjado lienzo del paisaje. Vuela una música en el aire, viene de a pequeñas ráfagas, es un música tibia que te acaricia la cara. La niña danza. El relato termina.


....me colgué con los sueños.

Tengo tan sólo un sueño recurrente. No digo que me gustaría tener acaso más, ni mucho menos aquellos que están ahí en el medio, esos sueños cobardes que no se animan a convertirse finalmente en las pesadillas que amenazan ser; donde uno se despierta con la duda; si lo cuenta o alguien pregunta cuando se lo contamos —fue una pesadilla o un mal sueño?. A nadie le gustaría tener sueños recurrentes así, aunque todos los tengan. El mío ha sido así desde hace varios años, no muchos, pero los suficientes como para reconocerlos. No los recuerdo claramente a todos, sólo recuerdo haberlos soñado, imágenes vagas, como las de todos los sueños. Tiene que ver con olas gigantes. Siempre son olas gigantes que vienen hacia mí, y en el instante en que se me vienen encima, despierto. Como si la resignación a finalmente ahogarme, esa última inspiración que servirá para estar consciente de que te vas a ahogar, hiciera que me falte el aire, y despierte. Aliviado. Y agitado. Y asustado también un poco, confieso.


El de anoche fue más bien de varieté. Había una fiesta a unas cuantas cuadras de mi casa, exactamente nueve, porque reconozco el lugar. Y yo debía ir porque supuestamente estaba en la organización de esa fiesta, que resultaba ser un asado. Cuando salgo, dejo a mi hijo en la casa de sus abuelos tomando una leche, comiendo galletitas. Le doy un beso y le digo que ya vuelvo. Cuando me faltan dos cuadras para llegar, miro hacia atrás y veo que viene caminando detrás……..solo. Casi se me sale el corazón allí nomas, él tiene 6 años. El hecho de que me haya seguido así, de imaginarlo solo, en las esquinas, esperando por cruzar la calle, me aterrorizó. Así que lo abracé aconsejándole que no hiciera esto nunca más, y terminamos las cuadras juntos, de la mano. Cuando llego al lugar, estaba vacío, había mesas hechas con tablones y soportes de hierro, con manteles plásticos bancos con motivos florales rojos, vasos también de plástico, también blancos, pero sin motivos. Mi hijo desaparece de la escena mientras estoy colgado viendo el lugar, recorriéndolo con la mirada.


De pronto estoy subiendo unos escalones, hacia un primero piso en una construcción toda de madera y troncos. Está vacío, es una habitación inmensa. Salgo al balcón, que parece venirse abajo, se siente como cruje la madera al pisar, esa sensación de que en cualquier momento te venís abajo. Me apoyo en la baranda, es un tronco de unos 10cm de diámetro, apenas descascarado. Levanto la vista y es un balcón que está en el medio del mar. El mar es negro. Enteramente, ni siquiera el pequeño oleaje dibuja un mísera espuma blanca, nada!. Y la superficie comienza lentamente a levantarse. Una primera oleada, ese movimiento superficial, como una bestia acechando, acercándose a su presa; me sorprende y me asusta al llegar hasta mis pies. Luego viene otro detrás, es como una pared de agua, siempre negra, que se levanta ante mis ojos, son oleadas que se levantan muy lentamente, y se van acercando, amenazantes, como si me observaran así; como si tuvieran vida propia y atentaran contra la mía. Hay una tercera que se eleva al punto de mirarla casi mirando el cielo, siento la inevitabilidad, está a unos metros; y como siempre en estos sueños, no me muevo…..me quedo absolutamente quieto. No porque no pueda, si no porque me hipnotiza el movimiento y la fuerza del agua elevándose. Me quedo absorto, no puedo dejar de mirar!, cual morbo.


Pero esta vez no me despierto!, corro hacia el costado, regresando mis pasos, y cierro la puerta por donde había salido al balcón. Una vez cerrada la puerta, el mar, las olas, el miedo, habían desaparecido. Estoy pasando la puerta, respirando agitadamente, aliviado, pero asustado. Como perdido en los pensamientos, bajo y me regreso. Cuando salgo está oscuro. Muy oscuro. Demasiado. Y comienzo a caminar, pero ya no es el camino de vuelta. Es un camino rural, en medio del campo. Cómo lo se?, porque mi mirada, cuando veo, mis ojos…..alumbran cual si fueran luces de un auto, pero voy caminando, lo se. De hecho, hasta pienso en el sueño —qué loco, está buenísimo esto. Cuando sale un perro negro con las patas marrones, a ladrarme, y ese es el susto que me despierta.

..me acordé de un juego de mi infancia.

Es un cerezo. Está enfrente de un ventana muy grande que una vez rompimos con mi hermano jugando a la pelota y mi Vieja nos recagó a pedos. Adentro de la casa, unos sillones enfrentados, puestos contra la pared, en el medio, una mesita de madera barnizada; y apenas más allá una mesa redonda negra con seis sillas en derredor. Allí está mi Viejo sentado, jugando con un escarbadientes, mirando un poco de televisión. Mi Vieja está en uno de los sillones, sentada con los brazos cruzados, durmiendo. Yo estoy sentado en el árbol, mi Viejo me mira, y se sonríe. Han de ser las tres de la tarde.

Recogí durante algunos días, en mi casa y por el barrio y donde sea donde me acordara de mirar y buscar; chapitas. De gaseosa, de cerveza, de lo que sea que fuera interesante. Me metía las que encontraba en los bolsillos apenas sacudiéndoles un poco la tierra, y cuando llegaba a casa, antes de entrar, debía sacarme toda la tierra de los bolsillos, con la mirada atenta de mi Vieja meneando la cabeza, sonriendo y preguntándome para qué tenía esas chapitas en el bolsillo —las necesito!, Mamá!.

Encontré entre chatarra que mi Viejo y el marido de mi hermana más grande solían juntar sin ningún tipo de necesidad en varios sectores del amplio terreno donde vivíamos con mi familia (al marido de mi hermana le gustaban las motos, corrió algunas carreras, tiene unas hermosas fotos en sepia de él saltando), mi Viejo encontraba cosas en el camino de vuelta del trabajo, y si encontraba algo interesante que decía que le podía servir "para algo", se lo traía; así es que había de todo por el patio. Así fue que encontré una palanca de cambio de un camión, con una bocha azul muy gastada, picada, áspera. La guardé en un lugar especial, detrás de un galpón (también lleno de cosas innecesarias). Luego algunas partes de paneles frontales de autos y chapas extrañas, como tapas de algo; que también encontré en búsquedas inesperadas por baldíos del barrio, o en casa de amigos.

Comencé a clavar con clavitos de 1cm las chapitas al árbol. El árbol tiene un tronco, obviamente; y a la mitad le sale una rama muy gruesa hacia un costado, que sube y se ramifica en otras dos, todo de manera curvada; como de naturaleza fluyendo. En el punto de ramificación tenía un lugar donde uno podía sentarse, y luego otra rama más pequeña subía y se podía apoyar la espalda. Yo me sentaba allí y tenía el tronco del árbol mismo enfrente. Justo a la altura de la vista, el grosor del tronco disminuía y brotaban pequeñas ramas hacia arriba, todo lleno de hojas, esas hojas largas colgantes que tienen los cerezos. En ese tronco comencé a clavar con clavitos de 1cm las chapitas de gaseosa y de cerveza. En grupitos de a tres, otros de a dos. Si tenía una chapita más grande que el resto la clavaba sola, donde se distinguiera. Puse un montón. Pobre árbol, estarán pensando en este momento....lo se, en esa época, poco se hablaba y se sabía....

Luego puse como pude la palanca de cambio del camión. Le hice un agujero al final (con ayuda de mi Viejo) y le crucé alambre por ese agujero y la até con alambre en derredor del tronco, de tal manera que me pudiera sentar en el árbol y sostuviera la palanca por la bocha con mi mano derecha. Puse también dos maderas a los costados, como si fueran dos pedales, para sostenerme y no me doliera tanto el quetejedi al estar sentado tanto rato (después mi Vieja me prestó un almohadón). Yo estaba, obviamente, sentado piloteando un helicóptero. El Airwolf, para ser más exacto.

Pasaba largos ratos allí. Piloteando mi helicóptero. Hasta tarareaba a veces el tema de la serie. Realizaba peligrosas misiones que iba imaginando a medida que se me iban ocurriendo; tenía diálogos (en voz alta) con el copiloto invisible que llevaba atrás, con otro compañero en tierra, desde una base de control que me mantenía informado con un radar. Tenía ametralladoras que comandaba desde la bocha de la palanca del camión y misiles que lanzaba presionando las chapitas de cerveza y gasesosa. De veras que podía pasarme ratos enteros allí arriba. Si pasaba alguien, como mis herman@s; no me decían nada; para ellos era lo más natural del mundo verme allí arriba hablando solo y haciendo sonidos de disparos de misiles y enormes explosiones.

A mí me ha resultado imposible perder ese tipo de imaginación. Y más aún, me niego a perderla. No porque quiera, pero lo digo porque uno se va volviendo grande y la pérdida de la imaginación, de la capacidad de juego; es directamente proporcional a la velocidad y a la vertiginosidad de nuestro crecimiento, y todos los hechos que como adulto nos acontecen. Yo he llevado mi imaginación como bandera en la adolescencia luego y siempre, a través de la lectura. Luego a través de esa lectura la llevé hacia la escritura. Y así. La cadena es y debería ser interminable, usar la imaginación en cada detalle de nuestra corta vida. El último cielo hasta ahora, donde flamea más viva que nunca esta bandera, es la fotografía. Un cielo donde el azul celeste de la escritura hace que todo luzca pleno; con el sol de la lectura brillando, siempre intenso.


lunes, 22 de julio de 2013

Negociando....

Colgué a ver El Precio de la Historia, un programa de History Channel que está paradójicamente, devaluado; para mí. Pero, como siempre sucede, como casi nunca hay nadie interesante para ver en la TV cuando el mundo se apaga, ahí colgué. Y había una mina que hablaba que tenía una cocina....no recuerdo el nombre ni el modelo de la cocina, pero ella explicaba que era muy antigua y que esperaba sacar unos 3000 dólares. Cuadro siguiente: están dos de los tipos que aparecen en el programa, negociando. Uno de ellos explica un poco, la cocina es en realidad un hallazgo; es una de las primeras cocinas que fueron hechas para utlizar con gas y al mismo tiempo eléctricas!. De hecho, la cocina tenía además, un visor para desde arriba lo que está cocinando en el horno.....la verdad, se veía espectacular la cocina, yo quise una al toque.




Y comienza la negociación: el tipo le pregunta (como siempre sucede) si la quiere vender o qué y cuánto pide por ella. La mina dice obviamente —3000 dólares. El gordo hace una cara rara (que lo dice todo antes de decir nada)....hay un breve silencio antes de decirle —yo estaba pensando en unos 800 dólares. La mina se espanta y pide 2800. A lo que el tipo explica: es una buena pieza, pero el mercado para esta pieza no es muy grande (pienso que tiene razón), entonces no la va a vender por mucho, por lo que no debería pagar entonces mucho por ella. Y ahí es donde tomo mi lápiz, enciendo el velador y escribo en mi libreta de anotaciones:


Los contrapesos de la lógica = negociar (la capacidad de comprensión escondida) entendimiento por posible desconocimiento (auto) privación de la libertad de pensamiento


Como para mañana (anoche pensaba eso) escribir una entrada al respecto. Pero como verán, ordenar eso que acabo de escribir, puede que se me complique un poco. Con lo cual me lleva a pensar en otra cosa, en cómo uno funciona de otra manera cuando fuma. En mi caso, como bien adivinarán, me gusta; me gusta pensar cuando estoy loco.

Porque las lógicas a las que me refería era a la de cada uno de los negociantes. La mina tenía su propia lógica, su propia idea: que su cocina era única, ella le daba un valor muy superior al de cualquiera. Mas allá del valor económico que imaginaba, estaba además también, el valor sentimental; que tanto tiene que ver intuyo con el económico, porque despegarse de un objeto así es lo que hace que se tase. Y luego la del tipo, que como explicó: no pude comprar algo muy caro si lo va a vender a bajo precio; la idea no es perder dinero, si no ganarlo, obviamente. La mina al final desiste, tal vez piensa que los tipos la quieren timar; pero noto en los dos chabones algo de lógica, valga la rebuznancia.

Descubro la capacidad de comprensión escondida, cuando se pueden ver los dos puntos de vista de cada uno, cosa que es bastante difícil cuando se trata de una discusión, por ejemplo; porque siempre que estamos discutiendo estamos intentando hacer valer un punto de vista, sin pensar demasiado en el del otro. Si pudiéramos tener un momento de lucidez para ver al otro, tal vez nos evitaríamos muchas discusiones....tal vez. Suena tan utópico como improbable, lo se. Pero el desconocimiento es el punto donde nos desencontramos; en la auto-privación de la libertad de pensamiento; de ponernos en el lugar del otro y discutir desde ese lugar con nosotros mismos, y sopesar los contrapesos de las lógicas para ser lo más justos posibles, con el otro y con nosotros mismos claros.

Fá!, dan ganas de fumarse otro.

viernes, 5 de julio de 2013

....ví un verdadero juego.

...porque este muchacho Messi había organizado un partido amistoso conjuntamente con su amigo Neymar; cada uno había llamado y llevado amigotes (como se hacía en el rioba antes) y se juntaron en Perú a jugar un rato, a beneficio (de qué o de quién, no se, no lo dijeron y yo no me interesé). La cosa es que tenía unas tuquitas por allí, y había estado un par de semanas enfermo, así que, no había fumado nada. Pero de pronto me sentía mejor, así que le entré. Y mientras, pasaba los canales. Nada, como siempre. Después de la primer tuquita, me siento feliz, creo que lo poco que me queda de enfermedad, me lo curo allí, nomás del estado de ánimo.

Y engancho el partido. Van como 10/15 minutos, y me pega. Hace mucho que no miro fútbol, pienso. Porque me aburrió el fútbol, por dos cosas. Una: porque ya no se juega al fútbol, es un deporte que implica un negocio detrás y si bien, es obvio como en todo juego, todos queremos ganar; en el fútbol ganar es la premisa, a toda costa.....nunca escucharon después del término de uno?, mientras se los entrevista a los jugadores, (todos con el mismo discurso además!)...— "no jugamos bien, pero se ganó". A mí, eso, me indignaba, che. Los jugadores son ya atletas, un poco por eso también, el fútbol ha pasado a ser un deporte, de táctica y fuerza, de aguante sobretodo, quien aguanta más sin que les hagan goles. Triste, todos tienen más miedo de perder que ganas de ganar. Y dos: porque me cansé de ser hincha, de verdad. Uno es hincha, y debe ejercer como tal, con los amigos, obviamente, acá ni vamos a la cancha del equipo que somos hinchas, porque vivimos casi a 2000km de donde juegan. Y ese ejercicio de ser hincha, me rompió las pelotas, me aburrió...la gastada, la dialéctica borracha, una pérdida de tiempo —hablemos de otra cosa, muchachos.


Ya me pegó de veras. Reconozco sí confieso, a algunos de los que juegan con Messi. Me cuelgo a ver el juego, y a los 5 minutos ya estoy encantado. Por qué?, porque están jugando al fútbol. No hay presión, no hay nada sólo el hecho de divertirse...jugando. El alma del fútbol, donde comenzó todo. O no se acuerdan de lo que se siente verdaderamente jugar al fútbol?, no tiene nada que ver con ser malo o bueno, porque en el fondo, si el malo o el bueno están enamorados del juego, son lo mismo. Y estos muchachos están jugando, tocan, se mueven (claro que no hay agresión....claro que eso cuenta) pero las marcas son escasas. Como sea, puedo ver luego de un rato, y casi emocionarme, jugar al fútbol, porque más allá de los jugadores, de su calidad, como dice la frase, uno ve jugar al fútbol, el juego mismo desarrollándose...., y eso es una belleza.

No me vengan con las discusiones típicas de un asado, con un tinto en la mano, sobre todas las vicisitudes de un porqué un partido amistoso no es un partido de fútbol y que si te meten terrible caño te re calentás y lo atendás mal después....yo eso ya lo sé, yo eso ya lo hice y bla bla bla. Pasa que creo que ya nadie se acuerda de jugar, se perdió la pureza, como en casi todo.