miércoles, 28 de agosto de 2013

..me acordé de un juego de mi infancia.

Es un cerezo. Está enfrente de un ventana muy grande que una vez rompimos con mi hermano jugando a la pelota y mi Vieja nos recagó a pedos. Adentro de la casa, unos sillones enfrentados, puestos contra la pared, en el medio, una mesita de madera barnizada; y apenas más allá una mesa redonda negra con seis sillas en derredor. Allí está mi Viejo sentado, jugando con un escarbadientes, mirando un poco de televisión. Mi Vieja está en uno de los sillones, sentada con los brazos cruzados, durmiendo. Yo estoy sentado en el árbol, mi Viejo me mira, y se sonríe. Han de ser las tres de la tarde.

Recogí durante algunos días, en mi casa y por el barrio y donde sea donde me acordara de mirar y buscar; chapitas. De gaseosa, de cerveza, de lo que sea que fuera interesante. Me metía las que encontraba en los bolsillos apenas sacudiéndoles un poco la tierra, y cuando llegaba a casa, antes de entrar, debía sacarme toda la tierra de los bolsillos, con la mirada atenta de mi Vieja meneando la cabeza, sonriendo y preguntándome para qué tenía esas chapitas en el bolsillo —las necesito!, Mamá!.

Encontré entre chatarra que mi Viejo y el marido de mi hermana más grande solían juntar sin ningún tipo de necesidad en varios sectores del amplio terreno donde vivíamos con mi familia (al marido de mi hermana le gustaban las motos, corrió algunas carreras, tiene unas hermosas fotos en sepia de él saltando), mi Viejo encontraba cosas en el camino de vuelta del trabajo, y si encontraba algo interesante que decía que le podía servir "para algo", se lo traía; así es que había de todo por el patio. Así fue que encontré una palanca de cambio de un camión, con una bocha azul muy gastada, picada, áspera. La guardé en un lugar especial, detrás de un galpón (también lleno de cosas innecesarias). Luego algunas partes de paneles frontales de autos y chapas extrañas, como tapas de algo; que también encontré en búsquedas inesperadas por baldíos del barrio, o en casa de amigos.

Comencé a clavar con clavitos de 1cm las chapitas al árbol. El árbol tiene un tronco, obviamente; y a la mitad le sale una rama muy gruesa hacia un costado, que sube y se ramifica en otras dos, todo de manera curvada; como de naturaleza fluyendo. En el punto de ramificación tenía un lugar donde uno podía sentarse, y luego otra rama más pequeña subía y se podía apoyar la espalda. Yo me sentaba allí y tenía el tronco del árbol mismo enfrente. Justo a la altura de la vista, el grosor del tronco disminuía y brotaban pequeñas ramas hacia arriba, todo lleno de hojas, esas hojas largas colgantes que tienen los cerezos. En ese tronco comencé a clavar con clavitos de 1cm las chapitas de gaseosa y de cerveza. En grupitos de a tres, otros de a dos. Si tenía una chapita más grande que el resto la clavaba sola, donde se distinguiera. Puse un montón. Pobre árbol, estarán pensando en este momento....lo se, en esa época, poco se hablaba y se sabía....

Luego puse como pude la palanca de cambio del camión. Le hice un agujero al final (con ayuda de mi Viejo) y le crucé alambre por ese agujero y la até con alambre en derredor del tronco, de tal manera que me pudiera sentar en el árbol y sostuviera la palanca por la bocha con mi mano derecha. Puse también dos maderas a los costados, como si fueran dos pedales, para sostenerme y no me doliera tanto el quetejedi al estar sentado tanto rato (después mi Vieja me prestó un almohadón). Yo estaba, obviamente, sentado piloteando un helicóptero. El Airwolf, para ser más exacto.

Pasaba largos ratos allí. Piloteando mi helicóptero. Hasta tarareaba a veces el tema de la serie. Realizaba peligrosas misiones que iba imaginando a medida que se me iban ocurriendo; tenía diálogos (en voz alta) con el copiloto invisible que llevaba atrás, con otro compañero en tierra, desde una base de control que me mantenía informado con un radar. Tenía ametralladoras que comandaba desde la bocha de la palanca del camión y misiles que lanzaba presionando las chapitas de cerveza y gasesosa. De veras que podía pasarme ratos enteros allí arriba. Si pasaba alguien, como mis herman@s; no me decían nada; para ellos era lo más natural del mundo verme allí arriba hablando solo y haciendo sonidos de disparos de misiles y enormes explosiones.

A mí me ha resultado imposible perder ese tipo de imaginación. Y más aún, me niego a perderla. No porque quiera, pero lo digo porque uno se va volviendo grande y la pérdida de la imaginación, de la capacidad de juego; es directamente proporcional a la velocidad y a la vertiginosidad de nuestro crecimiento, y todos los hechos que como adulto nos acontecen. Yo he llevado mi imaginación como bandera en la adolescencia luego y siempre, a través de la lectura. Luego a través de esa lectura la llevé hacia la escritura. Y así. La cadena es y debería ser interminable, usar la imaginación en cada detalle de nuestra corta vida. El último cielo hasta ahora, donde flamea más viva que nunca esta bandera, es la fotografía. Un cielo donde el azul celeste de la escritura hace que todo luzca pleno; con el sol de la lectura brillando, siempre intenso.


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