miércoles, 28 de agosto de 2013

....me inventé un relato.

....a través de una imagen. Verán la imagen al final, eso sí.

Las olas rompen en parsimonisas pausas. La espuma que apenas alcanza a despeinarse cuando otra la devora natural, altanera y mecánicamente. El engranaje rítmico, sonoro y apacible de la orilla es la banda de sonido de un amanecer quejumbroso. Unas cuantas gaviotas, como leves y desentendidas pinceladas resuenan en el fondo del anaranjado lienzo del paisaje. El murmullo de las parejitas abrazadas —de las parejitas abrazadas con su niños corriendo cerca, de solitarios no tan solitarios con sus inquietos perros— flota en el rocío áspero de la inmensidad de la playa. Un auto recorre la costanera allá arriba, ahuecando todo. Un tren que pendula a kilómetros de allí, viene despertando in slowmotion. Recorre el pasillo el cafetero recién engominado, con su carrito antiguo, repleto de termos, tacitas y obleas; esquivando bolsos y zapatillas. Hay ese perfume particular de los vagones cuando se amanece en viaje. Espeso.

El sonido del vagón hamacándose termina por despabilarlos a todos. Aunque siguen en cámara lenta. Las bocas que bostezan, algunos que se quejan por la espalda rota, entre risas tímidas. También hay murmullos, con esas voces apenas entendibles cuando la voz recién despierta, guturales y de una cotidianeidad hermosa. La niña duerme plácidamente sobre las piernas de su madre, no sabe nada de todo esto que cuento y escribo. —Preparo unos matecitos?, le dice la rubia al novio, después de besarlo en la frente. El tipo murmura que sí, obviamente, feliz de la vida; la rubia es preciosa. El vagón 402 comienza a despertar finalmente. Todos miran la hora, siempre impacientes, pero aliviados un poco. El auto deja la estela ahuecada, la sensación de falla, de molestia, de silencio interrumpido. La playa comienza también a despertar, se va poblando de la más extensa fauna de época. Resuenan cada vez más gaviotas. Resuenan las olas despeinándose. La luz rebota blanquecina sobre la arena mojada y encandila, es un mar tranquilo, es un día hermoso, es una vida buena.

Así la imagen se resuelve plácidamente hasta el mediodía casi, cuando todo el pequeño desierto de arena se ve invadido casi en su totalidad por el hormigueo incesante y colorido de la gente llegando y amontonándose, para sentirse una mutitud plena, privilegiada y descansante. Otros carritos se pasean por aquí, pintorescos hombres vestidos de blanco vociferan diferentes alternativas para engañar al estómago. El sol quema y los cuerpos brillan, las curvas siguieren y los hombres simulan muy mal no estar viendo. El cafetero engominado esta vez pasa con el carrito lleno de sánguches y gasesosas, la niña conversa con su madre sobre los más variados y ocurrentes temas —recuerda días de colegio, pregunta por qué se tarda tanto en llegar, inventa detalles de la vida personal de su muñeca, dice que le dió hambre. Sánguches para todos, buen provecho.

El ajetreo es constante, gana la fatiga. Mirar por la ventana se vuelve monótono, sobre todo cuando el paisaje...es monótono. La lectura siempre ayuda, se viaja en el 402, y se viaja capítulo a capítulo. Pero las horas pasan, pendulares; la incomodidad, el hambre engañado, las ganas de llegar. Las caras ya son conocidas, se siente una atmósfera familiar en el vagón luego de tantas horas viajando. —El flaco de rulos que cada tanto sale a fumar. La chica de calzas verdes y rastas, que a cada rato va al baño. El señor de lentes que observa a todos. La madre que habla sin cesar con su hija, con una paciencia admirable, con una voz grave. Se escucha en varios asientos a la redonda, varios escuchan como distraídos, pero escuchan. Cualquier cosa es interesante. La voz de la niña endulza a todos, se les dibuja una sonrisa que les decora la tarde. Algunos se miran y la comparten, extraños conocidos, cómplices de viaje.

Y de pronto, con la inmediatez típica de la costa, se nubla. Y más pronto aún, las nubes se ponen negras. Un viento de la nada sopla y revolea revistas, ropa, desacomoda alguna sombrilla y genera el leve griterío de las señoras diciendo —ay, no!, por dios!, por favor!. El hormigueo se reactiva frenéticamente, todos recogen sus cosas y se apresuran a retirarse, algunas gotas comienzan a caer, el paisaje cambia completamente, el lienzo es gris, y se hace agua. No falta el que inmóvil disfruta el devenir de la lluvia, cerrando los ojos, con la cara al cielo, mientras las señoras pasan raudas con sus bolsos de mimbre colgando se mano, mientras con la otra se sujetan el sombrero florido, riendo a carcajadas mesuradas.

El tren en la estación exhala, todos se estiran, bostezan, casi que les da fiaca levantarse. Pero han llegado. Por fin. Pero está gris. Ni bien bajan del tren, el gesto es pensativo. Algunos se animan entre ellos, — el pronóstico para los días siguientes era bueno, ha de ser una tormenta pasajera. Otros se miran y hacen gestos y muecas con sus caras, reina el buen ánimo, a pesar de las gotas, a pesar de la tenue lluvia. — A conseguir un taxi ahora, rápido!, que nos queremos instalar lo más pronto posible. La niña canta y mueve los brazos de su muñeca en el asiento trasero del taxi, ve la lluvia rebotar contra la ventanilla, la misma lluvia que la moja la cara inmóvil al muchacho en la playa; que se ha sentado sin más dedicación que la de mojarse; viendo retirarse a los últimos; prestos a ganar veredas cubiertas, mate y charla y varias cucharaditas de paciencia.

Pero los mates se lavan y las hormigas se resignan, vuelta temporal a la temporal casa, la tarde está perdida, el temporal ha vencido. Se desconcentran y cubren todas las calles y las esquinas; mojados y cargados, resignados. El flaco de rulos con la de calzas verdes con rastas se pierden entre los que vuelven, caminan de la mano; apenas si han dejado los bolsos y han hecho el amor recién llegados, recién fumados. En otra esquina, la niña con su muñeca bajo el brazo camina junto a sus padres. Ellos no han hecho el amor, pero se han dado un beso y un largo abrazo antes de hablar con el encargado, y que éste les entregara la llave por una semana; mientras le pequeña los observara encantada, y apurada.

Van coleccionando miradas, esas miradas otra vez cómplices, las hormigas cómplices que se vuelven resignadas. Y los que en dirección contraria se acercan a la playa, abrazados; con la alegría del recién llegado, con toda la semana por delante. A medida que avanzan, van mirando vidrieras, se detienen en todas, todo es nuevo, la niña respira fuerte, se impacienta. Mueve los ojos, girándolos traviesa, los padres gesticulan una sonrisa y continúan caminando. La lluvia amaina rápidamente. Las nubes apuran el paso, son el telón del comienzo de la tarde. Se descubre un cielo azul celeste, y el aroma de la tierra mojada y acariciada por el sol los inunda a todos, casi que aspiran ese preciado perfume al mismo tiempo. El muchacho todo empapado de felicidad huele el mismo perfume, y al instante siguiente de exhalar, cruza mirada con la niña, sus padres y su muñeca. La pequeña lo mira asombrada, como si acaso lo reconociera, el muchacho le guiña un ojo y le regala una sonrisa payasesca. La música va apoderándose del aire y de la atmósfera del lugar. Algunos vuelven, otros piden una cerveza, mientras los menos piden —café con dos medialunas, por favor, gracias.

La niña le habla a su muñeca —ya casi llegamos, tienes que tener un poco de paciencia. Sus padres ríen en silencio. Sobre el acantilado, una pasarela de cemento les permite poder apreciar el cielo despejándose, abriendo paso a la línea del horizonte; un mar grisáceo y calmo; cuyas olas rompen en parsimoniosas pausas. La espuma que apenas alcanza a despeinarse cuando otra la devora natural, altanera y mecánicamente. El engranaje rítmico, sonoro y apacible de la orilla es la banda de sonido de un atardecer perfumado de calma. Bajan unos escalones, en el último se quitan el calzado; y los pies que por fin tocan la arena, un tanto fría. Así, la imagen vuelve a resolverse plácidamente hasta que la tarde ha empezado a caer, y hay más gente del tren caminando, todos se sienten cansados, pero felices. Unas cuantas gaviotas, como leves y desentendidas pinceladas resuenan, con el último aliento; en el fondo del otra vez anaranjado lienzo del paisaje. Vuela una música en el aire, viene de a pequeñas ráfagas, es un música tibia que te acaricia la cara. La niña danza. El relato termina.


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