sábado, 24 de junio de 2017

500

Por aquella época había comprado recientemente un televisor de 21" y un reproductor de DVD. Vivía solo (aunque almorzaba en casa de mis padres), tenía un poco más de una veintena de años. Me gustaba (y todavía hoy) mirar muchas películas, ya incluso desde la época de los VHS. La tienda donde alquilaba no quedaba muy lejos, pero de todos modos, iba en auto: un Fiat 128 Super Europa azul, una máquina. Hacía poco que también había empezado a conducirlo, así que cuando salía y debía ir a un lugar en concreto daba algunas vueltas para tratar de dejarlo estacionado cerca de las esquinas, donde no tenía que hacer muchas maniobras ni para estacionar, ni para salir.

Así fue que conseguí el particular lugar a dos cuadras de la tienda donde había ido a alquilar un par de películas. Me bajé, y en el movimiento veo sobre el esfalto un papel de forma rectangular. Reconozco inmediatamente el rostro de Benjamin Franklin impreso. Lo alzo pensando que es una de esas invitaciones a cumpleaños que si girás te encontrás con los datos donde será la fiesta; y lo pensé porque hacía poco había recibido una invitación así justamente. En esos segundos entre que ví el papel y mi mano lo tomó finalmente jamás se me pasó por la cabeza la idea de que el billete fuera real. Pero así lo era. Un billete de 100 dólares tirado en la calle, justo debajo de la puerta de mi Super Europa azul, mi máquina. Cuando cierro la puerta del auto finalmente, distingo que cerca...


...hay otro. 


 Y cuando me acerco para alzarlo, más cerca de allí todavía, 
prácticamente debajo del auto, hay otros 3 billetes más. 

Y son todos de 100.

Me siento un poco abrumado por la ¿suerte?, por la situación. Recojo apresurado todos los billetes con gesto corporal fingido, como si se me acabasen de caer (?). Me los guardo en el bolsillo y ensimismado me dispongo a cruzar la calle, no sin el creciente temor a que se me acercase corriendo el supuesto dueño del dinero, que había podido verme mientras recojía el dinero y aliviado me llamaba para su devolución. Pero eso no pasó. Después de haber cruzado la calle, miraba de reojo y el corazón galopaba. La vista firme al frente, nervioso pero inmutable. Caminé toda una cuadra hasta llegar a una esquina, desde donde ya podía ver la tienda de alquiler de películas. Y mi auto. En esa esquina, todavía al día de hoy, hay un quiosco. Entré a comprar unos caramelos. 

Cuando salí, me quedé parado quitándole el envoltorio a uno de los caramelos mientras lentamente dirijía la mirada hacia donde estaba estacionado el auto. Con la falsa esperanza de distinguir en la distancia la figura de una persona buscando precisamente el dinero. Pero no había nadie. Todos los transeúntes iban inmersos en sus propios mundos. Aún así, me quedé por espacio de unos 15 minutos. Me comí algunos caramelos, y con el ritmo cardíaco un poco más bajo, caminé por fin hasta la tienda de alquiler de películas. Allí estuve otro buen rato, posiblemente una media hora. Una vez retirado del lugar, me detuve otra vez en la esquina del quiosco. Y me quedé otro rato más. Tampoco había señales de personas que hubieran extraviado algo cerca. Así que fui hasta el auto. Los últimos metros, otra vez el corazón casi que se me salía del pecho. El temor de la sorpresiva aparición del dueño del dinero. 

Si antes de haber entrado a la tienda de películas hubiera visto y sentido que una persona buscaba con desesperación, creo que me hubiera acercado con el dinero. Todos los billetes eran correlativos. Y eran bastante nuevos. Como recién sacados del banco. Imaginaba que la operación había sido realizada por alguna necesidad.  Pero otra vez, nadie. 

Así que me subí el auto y conduje hasta mi casa. Y cuando entré, estaban mi padre y mi madre sentados alrededor de la mesa mirando la televisión, era un día sábado recuerdo. Les conté inmediatamente lo sucedido. Con emoción. Ellos no lo podían creer, observaban y tocaban los billetes como si resultasen falsos. Pero no. Me había encontrado 500 dólares tirados en la calle.

Allí nomás, le di US$100 a mi madre y US$100 a mi padre. No los querían aceptar, pero insistí, y finalmente los aceptaron. Con los US$300 restantes, al otro día fui a una tienda de instrumentos musicales y me compré una Fender Stratocaster, algo que siempre había querido. Que con el tiempo, y por esas vueltas de la vida, me la robaron. Lo que fácil viene, fácil se va solía decir mi Viejo; pero esa..., es otra historia.

0 comentarios :