viernes, 4 de enero de 2019

La Prisión Subjetiva del Tiempo

En estos primeros días del año he estado husmeando algunos artículos sobre la concepción del tiempo entre oriente y occidente, atraído (o llevado mejor dicho) por la falta de ese buen humor que todos parecieran tener al acabar un año. Es que....no siento que se acabe, yo siento que los días simplemente se suceden, que todo sigue; no tengo un sentimiento pleno de capitulación y de renovada esperanza. Ojalá mi conciencia desarrollara la idea del tiempo de manera más cíclica, pero es todo tan lineal que me provoca cierta angustia. Siempre un origen y el correspondiente y denodado progreso: siempre avanzar hacia algo —siempre mejor. Me agota, me niego a torturarme con esos parámetros de justificación de un eterno sacrificio. Pero subyace una concepción occidental del tiempo que es tan así de esa manera, que es como una suerte de prisión subjetiva, que le vamos a hacer.

Lejos de metas propuestas (des)interesadamente, me limito a vivir según pasen los días. Y es que de cada día a su vez, se pueden construir otras ideas del tiempo, porque uno no siempre se levanta de la misma manera, ni vive las mismas cosas por lo tanto de la misma manera: ¿qué se yo lo que voy a querer hacer dentro de dos meses, a mitad del año o cuándo éste termine?. Demasiado con fantasear con algunas ideas para preparar la cena, en el caso de que pinte una cena. Pero si hay algo que procuro ejercitar, proponiéndomelo más como un deseo, (y no se si) todos los días es la lectura, eso sí. La lectura me produce un sentimiento de desencadenamiento muy satisfactorio: me hace pensar distinto a cada libro, y cada libro me lleva a uno distinto. Andá a saber si los capítulos que leo diariamente no son la medida de mi tiempo, escribo ahora mientras lo pienso.

Mi madre está enferma, pienso también. Tiene un problema pulmonar que paulatinamente hace que vaya deteriorándose su salud, haciendo mella en diferentes partes de su organismo y reverberando en su condición física y mental. Se le va agotando el aire cada día que pasa. Está en su propia casa, yo paso lo más que puedo a verla y ayudarla cuando se levanta y se acuesta sobre todo (parezco confesar con cierta culpa). Pero he allí otra medida de mi tiempo. Un tiempo que está relacionado con la finitud de la vida, de una u otra manera. Porque me confiesa sus ganas de morir, su cansancio de sentirse desposeída de toda vitalidad, de saberse dependiente de otros (aunque esos otros seamos sus hij@s), un tanto avergonzada y con la culpa de trastocar las rutinas diarias de todos. Todos aguardamos sin más ángeles de la guarda que nuestra propia contención familiar un final que se avecina con la incertidumbre total de paso del tiempo y la decrepitud del cuerpo humano. Con palabras, con paciencia, con cariño.

Mi esposa sufre el eco agobiante de la situación, y como ondas expansivas el cansancio a veces nos va haciendo temblar de hastío, y nos chocamos y escupimos nuestro propio cansancio para que el otro vacíe todo ese tósigo que se acumula con las pequeñas frustraciones que provoca la alteración de las más simples cotidianeidades —como preparar todo para empezar a tomar unos mates y no alcanzar ni a cebar al primero— producto de las emergencias. Pero luego están los abrazos, los besos, la complicidad de las bufonadas, el sexo y los mensajitos de amor cuando no estamos en casa y cada uno anda en la suya, o cuando sí podemos tomarnos unos buenos mates y conversar sobre los más diversos temas. La continua y espontánea efervescencia de la pulsión del matrimonio es otra de las medidas de mi tiempo.


Y en el plano subjetivo por excelencia (nótese que libro al término de la palabra prisión) del tiempo está mi hijo. Si la relación con mi esposa significa la pulsión de un tiempo presente, en la contemplación de mi hijo puedo llegar a advertir todas las conjugaciones de sus acciones, en él se significan mi pasado, mi presente y el futuro si acaso existe. La memoria y la previsibilidad se aúnan para sentirse completo, padre y hombre para ser humano, un sentimiento de inconfesable eternidad.

Tampoco son sus años los que se cuentan, sino sus inquietudes y sus alegrías, aquello que lo angustia y lo que lo hace sentir pleno, que cambia tan vertiginosamente además. Su espíritu es su propio tiempo, y la contemplación de ese espíritu es definitiva, la medida de nuestro propio tiempo.

0 comentarios :