domingo, 13 de enero de 2019

Antagonismo de Soledades Desarraigadas

En estos primeros días del año, mi esposa y mi hijo han tenido la posibilidad de emprender un breve viaje para disfrutar unos días de vacaciones en compañía de sus padres y abuelos respectivamente. Yo me he quedado en parte porque tengo trabajo que hacer en esta época del año y porque, además —debo confesar— no me seduce demasiado la idea de vacacionar en compañía de tantos; prefiero la intimidad de mi mujer y mi hijo. Tengo la idea de que vacacionar significa tomar distancia no sólo de todo, sino de todos, fundamentalmente. 

Así que iba a estar completamente solo en casa durante una semana. La idea, cuanto menos, resultaba bastante atractiva, si bien durante estos días, debía cumplir con mi turno nocturno en el trabajo y tenía que realizar otro tipo de actividad relacionada con el mismo durante las tardes. Sucede que dormir 5/6 horas durante la mañana luego de estar toda la noche despierto produce un efecto de aturdimiento, profundo durante la primera hora luego de que despiertas y que va desvaneciéndose lentamente a medida que las horas transcurren. Pero no sólo eso, el trastorno periódico del sueño produce además de un cierto grado de irritación, un sentimiento de nostalgia que se mezcla peligrosa y sustancialmente con una forma muy particular creo yo de tristeza; esa tristeza crepuscular tan propia de la capitulación de los domingos. Hace algunos años atrás, quedarme solo hubiera sido muy diferente para mí, era motivo para disfrutar de esa soledad repentina. Contrariamente, a estas alturas, ha servido más para reflexionar sobre lo que significa quizás pasar demasiado tiempo conmigo mismo. Reconozco que si el viaje no hubiera coincidido con mi turno de trabajo nocturno quizás mi estado de ánimo hubiera sido completamente diferente; aunque el hecho sólo de mencionarlo en estas líneas me indica un poco lo contrario.

La fluidez rutinaria de los días, expresada en los más mínimos detalles son al parecer una nueva forma de estructura que da fuerte sostén a la regularidad de mi espíritu. Extraño la cotidianeidad. La antigua soledad era la soledad de un hombre que ha quedado en la memoria. La brusca perturbación del orden (que es periódicamente caótico también vale decirlo, debido a la rotación de mis horarios de trabajo) confiere a los días un vacío inevitable. Las ausencias revelan la inmensidad de un espacio por momentos inconfigurable, la necesidad imperiosa de concebir acciones para rellenarlo. Es como si disponer de una gran cantidad de tiempo —el  libertinaje de la habitualidad de los horarios— hiciera que en realidad el tiempo apremie, que me sienta desbordado; se me ocurren mil cosas por y para hacer, con un fingido apuro.


¿Con qué necesidad?, pienso. Soy preso de una contradicción permanente, es un antagonismo silencioso de soledades desarraigadas batallando por asentarse y dejarse ser. Por un lado, me gustaría poder disfrutar de la nada, de hacer nada (hacer nada es en mi caso, tomarse un par de horas para mirar una película, leer algunos capítulos de algún libro: nadas que se pueden hacer tirado cómodo en la cama, básicamente), pero me asalta la angustiosa sensación de estar desaprovechando el tiempo que me han dejado solo. Y por el otro lado, con tantas actividades —larga e inconscientemente postergadas además— la angustia se manifiesta en la preocupación por la falta de tiempo para hacer esas y otras nadas cuando esposa e hijos están presentes, con el vértigo el itinerario que representan las obligaciones de la vida diaria. En ese tire y afloje es donde paso y pasa verdaderamente el tiempo.

Después cuando hayan regresado seguro me lamentaré por no haber hecho tal cosa o tal otra. Me preguntaré por qué no leí Kentukis, la novela de Samanta Schweblin que tanto me había entusiasmado en leer. O quizás no, porque ya habré vuelto resuelto a la bella rutina de ver y estar con mi esposa e hijo, pasar el tiempo con ellos y de intentar hacer ese espacio pequeño para las pequeñas nadas, pero esta vez con un halo de oasis caracterizándolas. Llevo tres días comiendo cualquier cosa y a cualquier hora. La falta de sueño deviene en una falta de energía casi total, hay que hacer un esfuerzo grande para las actividades que generalmente a uno le traen placer, como cocinar. Había imaginado que iba a tomarme un par de días para probar unas recetas nuevas, pero no, desganado, terminaba por armarme unos sánguches y ya. Ese tipo de practicidad de algún modo me molesta. Tenía otra idea, y me había hecho esa idea en un estado de lucidez mucho mejor que el que queda cuando duermes poco y mal. Te lamentas, pero te consuelas convenciéndote de la inevitabilidad del asunto. Y ojo que mientras escribo todavía me quedan un par de días para que regrese mi esposa, pero mañana ya es domingo y el domingo tiene la tristeza crepuscular esa de los domingos y yo estoy escribiendo sobre esa tristeza muy mal dormido a las 2 de la mañana, sabiendo que me acostaré a dormir dentro de cuatro horas recién, con todo lo que eso provocará en mi estado de ánimo dentro de unas 12/14 horas.


Sin embargo, no estoy triste. El asunto es que las horas más conscientes son éstas, me siento más lúcido durante la madrugada, producto de la inversión del sueño. Por eso puedo hablar de lo que me sucede en esas horas aciagas del día; de esa soledad nueva que cuesta asimilar, de ese cúmulo inevitable de contradicciones cuando uno da cuenta de cómo va creciendo y el torbellino de subjetividades atadas a ese reconocimiento plantea nuevas preguntas y nuevas sensaciones. El pensamiento abstracto se reestructura, se aborda el concepto de vejez —referido al inevitable paso diurno y nocturno de los años— desde perspectivas que se renuevan deliberadamente, desde los pequeños detalles que minan nuestra inconstante comodidad hasta la percepción de un yo lejano, que se despide y nos deja solos con este ahora novel sujeto que debe aprender nuevamente a estar solo con su soledad.

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