sábado, 26 de enero de 2019

Biutiful Boy



El desencanto de la adolescencia. La presión del gran sueño americano que comienza insoslayadamente con el ingreso a la universidad. El divorcio. La nueva familia. La música, los libros. La marihuana como la serpiente en el edén de la esperanza de un padre. Y el ¿consecuente? acceso progresivo al mundo de drogas más duras. El montaje acorde a una atmósfera tristemente melancólica, a una lucha interna e intensa contra la resignación. 


Los minutos de Nirvana que son la gloria. Bukowski. Un cuidado de la luz que cuando emerge como protagonista manifiesta una apacibilidad siempre huidiza. El abanico musical potencia la atmósfera tristemente melancólica, con muchísimo tino. Soberbias interpretaciones. Svefn-g-englar de Sigur Ros que suena y vuelve como hilo conductor y te envuelve en un halo del cual cuesta despegarse aún finalizada la película. En una escena, Nic acusa al padre de controlador y uno se pregunta cuál es el límite divisible para un padre, donde soltar; si verdaderamente podemos llegar a generar un sentimiento de agobio, invisible y en constante mutación. La metanfetamina como una enfermedad incurable y el eco del dolor de la impotencia que reverbera como daño colateral en el círculo familiar, un problema grave que afronta el Estado desde lo humano y lo social planteado a modo de créditos finales. Una soledad viscosa, inconsolable, interminable.


Una atracción profunda hacia el absimo. Ese recóndito abismo desprevenido de una niñez idílica y el torbellino de interrogantes inconduscentes; inevitable. El tiempo, irrecuperable, como siempre, lastimoso. ¿Cómo podemos ayudar si no podemos ayudar? Los hijos van a ser pequeños siempre y protegerlos de todo o de todos nos va a resultar imposible. Padre e hijo —por cierto— están caracterizados de forma maravillosa, tanto S. Carrell como T. Chalamet esán im-pe-cables. Uno empatiza con ambos, con esa imposibilidad, con cada momento. Es angustiosa, sí, pero hermosa.


No te va a dejar impávido. Si podés, mirala.

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