martes, 12 de mayo de 2015

Alma-zen

De pronto son tan memorables algunas cuadras del barrio cuando hace una hora que ha caído la tarde y las luces lo cubren todo con una atmósfera casi poética de lo pintoresca; mientras he salido de "La Botica", de comprar un poco de pan negro, y el parlante que tiene fuera suena con una música que prescinde de cualquier tipo de descripción en este momento, pero que es fraternal oír y ver como dobla pesadamente por la esquina de Albarracín y saluda a unos changas que beben vino Toro y hablan a carcajadas en ese, su lugar de ahora y me animo a decir: de siempre. Las verdulerías están abiertas, la casa de repuestos —que todos los santos y (¡demonios!) fines de semana le suena la alarma dos o tres veces durante el día, y es realmente molesto— todavía está abierta aunque ya es un poco tarde; la gomería de Germán todavía está abierta. 

Germán está al lado de la pollería Manolito, que tiene parlantes más grandes y siempre que pasás tiene sintonizada una radio donde se escucha más gente hablando que música sonando; que no se todavía si eso es bueno o malo, pero debía decirlo. El tipo que atiende la pollería, cada vez que voy, o me voy, mejor dicho, me dice varón. Allá al lado de la farmacia, en otra cuadra, al que siempre le compro la cerveza, que le falta el dedo meñique de la mano derecha, que ya sabe la cerveza que llevo, así que nomás la saca de la heladera y me pegunta si quiero llevar algo más, te tira: capo. O en su defecto: máster. Hay un carnicero en un mini-mercado de una esquina que se llama justamente La Esquinita que vende absolutamente de todo, y que apenas se puede caminar (de allí lo de mini, imagino) dentro de la cantidad de mercadería a la vista, que cuando hay pocos clientes (porque va mucha gente que no es del barrio, o sea, que viene de cuadras más lejanas) te dice: jefe. Y Belén, la chica de la farmacia, tan flaca y tan bonita y tan Belén, te dice: Negri; y le querés sacar el envoltorio allí nomás. O sea. En fin.



Como ya tengo mi pan negro, vuelvo a casa. La gente que va y viene tiene un ritmo parsimonioso que parece acompasarse con mi imprevistamente agudizado sentido de la percepción, y el murmullo de sus voces llega como el vago recuerdo de un oleaje. A esta hora, todos están volviendo hacia sus casas también, y entran y salen de verdulerías, almacenes, farmacias y pollerías; somos como hormigas en una danza ensayada caóticamente. El clima es apacible, aunque va cayendo la fresca, los horarios se han acabado, llega el tiempo de preparar la cena o de recostarse a ver un poco de televisión, a conversar cómo les ha ido o darse un baño con música de fondo. El humor es diferente, se repira en el aire, la agonía del día es la libertad de los hombres en la noche, la preciosa privacidad de sus vidas, la mejor de sus horas. Y el pan de La Botica, que es tan rico.

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