viernes, 24 de julio de 2015

El Fondo es el Impulso

Desconozco cuánto ha pasado desde la última vez que recogí algunas palabras y las sembré desesperanzado en estas líneas. Hay días en que me siento condenamente triste, y hoy es un día de estos, por eso la siembra, por eso la desesperanza. Me inunda la tristeza y desborda todos mis sentidos, siento que fluye a través de todo el cuerpo, y hasta me impide realizar cualquier tipo de actividad física, salvo la de escribir. Me aquieta, me sumerge en el abismo indescifrable de los pensamientos oscuros, como ese que siente que cuando piensa oscuramente es cuando piensa realmente, cuando aflora un verdadero yo. Vaya uno a saber si es tan cierto como un deseo víctima de la desesperanza. Uno tiende a pensar rápidamente en la muerte, en cualquiera de sus formas, porque de alguna manera, algo muere cuando estamos tristes, cuando la depresión se hace aguijón profundo y hiere, de muerte, en definitiva. Como si fuera cíclico, como la vida misma. 

Mi padre falleció hace largo tiempo ya producto de una enfermedad vil como es el cáncer. En su caso, la misma enfermedad lo postró en una cama —y esporádicamente en una silla de ruedas— hasta el fin de sus días. Le dieron tres meses de vida cuando debieron operarlo, pero murió tres años después. Mantuvo estoico su estado de ánimo (me pregunto si no escribo porque no me sale llorar) durante todo ese tiempo de larga agonía. Lo que más le dolía, era su tristeza. Un hombre mayor que sabía: había vivido ya su tiempo, no merecía terminar así. Él pensaba mucho en la muerte. La ansiaba. Muchas noches me confesaba esperar no despertar, es inimaginable sus sensaciones y sus pensamientos al despertar cada día. Me siento avergonzado cuando mi tristeza me tumba y permanezco largos ratos observando el techo, sin nada más que el silencio que retumba y aturde por toda la casa. La tristeza te hace pensar hacia atrás, un análisis exhaustivo de todo lo que ha sido y hecho hasta aquí, tumbado en la cama, con ganas de desmaterializarse egoístamente. Avergonzado por el estoicismo de mi padre, que todavía me daba consejos desde la cama. Avergonzado porque pienso en la muerte como quien piensa en que va a cocinar para la cena. Recuerdo una pequeña frase de Pessoa, del Libro del Desasosiego: yo no estoy triste, soy triste. Con tristeza leí esas palabras, por lo identificado que me sentí con ellas. Mis lamentos son un río de historias inconclusas, de inútil revisión diaria, de amores tragicómicos, de amigos desconocidos, de una soledad increíblemente inútil; no sólo por su existencia, sino por su incapacidad de inmolarse, de dejar de existir, como instinto de preservación de quien la suscribe. Avergonzado porque comparo mi tristeza, mis deprimentes sensaciones y pensamientos con lo que imagino habrá sentido mi padre siempre moribundo durante el tiempo que duró su enfermedad, pero siempre presto a una sonrisa, a un guiño, a un chiste, a él mismo en su esencia. Paradójicamente, al tener un mínimo atisbo de su tristeza, me hundo un poco más. Jamás se recupera uno de la muerte de un padre de la manera en que lentamente se fue yendo mi Viejo. 

Diré más, sólo para autoflajelar mi sórdido espíritu en el día de hoy: ni siquiera estuve cuando él dió su último suspiro. Estaba de viaje, con mi familia, lejos….muy lejos de él y de todo. Mi madre me contó ese día: se había despertado como todos los días, lo dejó que terminara de despertarse, le preguntó si quería el desayuno. Él dijo que no, y no dijo más nada. Mi madre continuó con sus tareas habituales matinales y no lo fue a ver. Un rato después, el silencio le pareció extraño. Fue hasta la habitación, mi padre se había vuelto a dormir. Volvió a la cocina, pero inmediatamente dio vuelta atrás para volver a verlo. Intentó despertarlo, y notó que ya no estaba allí. Lo abrazó, ya llorando y mi padre abrió apenas los ojos, pero ya no eran sus ojos. Su mirada estaba perdida, no había brillo. Lo abrazó fuerte y le habló desconsolada, pidiendo lo imposible, apenas si tenía su último aliento. Lo acarició y terminó hablándole dulcemente, despidiéndolo. Sintió cuando se fue, cuando abrió por última vez su boca para respirar, para dar su último respiro. Y murió allí, donde pasó los últimos día de su vida, en su casa.

Hay días en que lamento no haber estado allí. Aunque él supo que yo no iba a estar ahí, me instó a que no perdiera el viaje. Contaba mi madre rumbo al cementerio que una semana antes de su muerte le dijo: —me parece que no llego a ver a los chicos, che. Mi hermano también había viajado lejos, él tampoco pudo verlo en su lecho de muerte. Luego también dijo mi Viejo: —qué bueno que pudieron hacer lo que yo nunca pude hacer. Que estaba contento. Y yo ahora que se me piantan unos lagrimones mientras escribo que él estaba contento. Y dejo que la tristeza fluya aún más, que toque fondo, porque una vez que se toca fondo es cuando se tiene pie para empezar a subir. El fondo es el impulso. Avergonzado de no tener la fortaleza de enfrentar con positivismo mis propios problemas, preso de mi propio silencio. Pero con la certeza de saber que, como sea, hay que enfrentarse a uno mismo. Quizás uno escribe porque escribir es llegar al borde del precipicio, y las palabras mismas son el vacío hacia donde uno se arroja; libremente, con la desesperanzada esperanza de siempre, pero siempre al fin se arroja. Allí voy.


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