miércoles, 26 de septiembre de 2018

Crónicas de Internación

Día 1


Habla sola. No alcanza a conciliar verdaderamente el sueño profundo, y jamás lo hará. ¿En qué limbo resonará esta conjunción intentendible de frases y palabras? De un día para el otro prácticamente, el alzheimer que tempranamente le habían diagnosticado hace poco más de un año, y del que apenas había mostrado indicios, de pronto nos golpea como un puñetazo. Nos dice que es lo que ellos llaman "delirio de internación". Pero algo dentro no me cierra.

No alcanza a dormir, decía, y nunca lo hará, siento pesadamente; leo (o descubro) que los enfermos de alzheimer sufren el trastorno de sueño fraccionario, duermen de a ratos; y al parecer pululan en un estado de semiconsciencia cuando se hace la noche, que es cuando su condición se agrava. Cada alguna palabra me remite a alguna escena familiar y trato de imaginarme esa escena, más para no sentirme tan lejos que por otra cosa, pienso mientras lo escribo. Dice nombres. Se enoja. Hace preguntas. Da agunas órdenes. Me ha contado que hace un tiempo atrás había visto a mi Padre, fallecido algunos años atrás. No pude precisar la conversación para que entrara en detalles, sólo me dijo que no le hablaba, pero que le hacía gestos con el rostro, y que ella lo instaba a retirarse. La aparición había sido en su propia habitación, pudo comentar entre los ahogos constantes que le produce su condición: fibrosis pulmonar en etapa terminal. Está débil, le duele todo. Está cansada. No se si es consciente de que su tiempo en esta vida se agota día a día tanto como se le agota el aire para ordenar y desordenar sus pensamientos, con los ojos pesados, vidriosos. Le cuesta mucho hablar, además.

Cada tanto recupera el foco y su centro, ensaya algún chiste y se le alcanza a dibujar la mueca de una sonrisa en su añejado rostro. Las atesoro nadie sabe cuánto. Vuelve a dormirse después de sentarse en la cama y preguntarle a sus fantasmas que ¿qué se puede hacer? Le contesto yo: intenta descansar, Mamá. Le acaricio su cabello desde la frente mientras le acomodo su cánula de oxígeno. Creo que mira y que me ve, está oscuro, son las 4 de la mañana y afuera llueve.

Se despierta rato después y me dice que le falta el aire. Respira agitada, agotada de la vida y de la muerte ya, mientras sigue hablando...


Día 2


Otra vez de noche. Cuando parece dormirse, cuando percibe apenas una fracción de la profundidad del sueño, cuando su mente siente esa caída, un veneno instintivo la despierta intempestivamente; trayéndola de vuelta a un nuevo mundo cada vez, la consciencia produce un destello ínfimo que se refleja en su mirada perdida, resignada, y la indignación furiosa entre dientes: ¿¡qué me pasa?! En ese instante fugaz de lucidez y tristeza me confiesa: nos vamos a volver locos, hijo. Al rato, otra vez, pero ahora se lo ordena a sí misma: no te vuelvas loca, eso no.

Yo me he propuesto no angustiarme más allá de mis propios límites, no quiero que la tristeza sea dañina para mi salud física y espiritual. Pienso en mi esposa y en mi pequeño hijo que sufren no sólo por su suegra y su abuela respectivamente, sino también por cómo reverbera ello en mi estado de ánimo, y quiero evitar ese espiral de angustia y sufrimiento encubierto. Para ello recurro a la memoria emotiva que tengo del largo tiempo que he pasado con mi madre, la remembranza de la cotidianeidad, a los momentos guardados a fuego, esas fotografías vivientes que uno guarda como si los estuviera presenciando de manera astral. Me permite conectarme con su cuerpo enfermo, con su alma rota, pulsionar los rastros de su identidad. Le hago caricias en sus piernas, en sus brazos, en su frente. Tarareo algunas canciones, canto despacito respondiendo o repitiendo la cosas que balbucea. La ternura me salva de la trampa de la tristeza. Y siento que, a pesar de que no lo parece para nada y en ningún momento, responde a las caricias. Tal vez un ritmo más pausado en su respiración, en el tono que habla dormida. Como si los gestos de cariño lucharan contra el veneno de la vigilia en su mente, pero también contra el veneno de la angustia y de la tristeza.


Día 3

Cuando existe esa leve mejoría, la cual no podemos emparentar de ningún modo con ningún tipo de esperanza tomamos real dimensión de los momentos aquellos que hemos sido testigos del sufrimiento ajeno y, de la consecuente angustia personal que conlleva y provoca la impotencia. Existe una suerte de alivio al cual resulta muy tentador entregarse por completo, como una suerte de restauración de la voluntad de permanecer lo más entero posible. El efecto reparador es casi inevitable: respiramos diferente, latimos diferente, palpamos con el alma la angustia aquella para poder sobrellevar la que sabemos próxima. Le damos volumen y sentido al dolor y a toda su metralla expansiva de sentimientos. El cuerpo entonces adquiere memoria, la templanza de un espíritu que va forjándose cada vez más, conscienzudamente.  

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